29 jun 2010

La cholita más sabrosa


La morenada lindos colores
Cosas que me han hecho
Dice que no se nota
Banda Poopó.

Tras el año de ahorro, la confección de los trajes, después de haber escogido las telas, los colores, el diseño, los pasos, después  de la decepción de las malas costureras, el terror a los ladrones en las puertas de las tiendas, los ensayos de tres horas sin descanso, las reuniones, las advertencias, acaba de trenzarse la última tullma brillante. La bailarina se levanta convertida en una cholita radiante, toma su matraca, apura el paso en el frío de la mañana, lista para la fiesta. Está apunto de sumergirse una vez más en el gasto, en el desgaste de los tres días por los que ha estado esperando todo el año.  
La fiesta, manifestación de lo circular en el tiempo, será el espacio de desorden en el que una nueva forma de ordenarse enfrentará  e igualará a los opuestos: crueldad y belleza, amor y violencia, hombre y mujer, se confundirán en la corriente de la fiesta. En este caos, prima siempre la sensualidad propiciada a través del baile, del alcohol y la desmesura, lo que permitirá a la mujer, en el caso específico de la fiesta del Gran  Poder, instaurarse como figura principal.
Pero no se trata tan sólo de la inversión momentánea de los valores, de la liberación que supera la censura, de la profusión de lo negativo, sino del advenimiento de “la positividad de otra lógica” (Perlongher, 60) que se establece a partir de distintas representaciones simbólicas. Ajena a todo esto, y sin embargo, ejecutora sin libreto de este advenimiento, nuestra cholita se mira en el espejo y se pinta lentamente los labios ¿acto de sumisión o más bien de revolución, de subterránea conspiración contra el poder? Gesto más bien de placer escondido detrás de una sonrisa maliciosa.

El Señor del Gran Poder

¿Por qué bailar en el Gran Poder? La pregunta es necia; para todos los efectos, cualquier bailarín contestará de inmediato como Jackie Vargas: “es como un reto que el Señor me ha puesto y que lo he querido cumplir.” Primera tentación, el reto es ganarse el milagro que cada año otorga esta imagen que habita una iglesia austera llena de plaquetas con nombres de fraternidades y que, vestida de blanco, lleva bordados con hilo dorado los nombres de los actuales prestes. El Señor hace entonces el milagro: la salud, la armonía y, por sobre todo, la abundancia que permita seguir bailando para él año tras año, por lo menos hasta cumplir el tercero de rigor que evite la maldición y colme al danzante de retribuciones divinas.
            Aquí entonces la religión, ajena a la culpa de la frente inclinada, se concibe desde su lado más pagano; lejos del ermitaño, del peregrino amante del ayuno y del silicio,  la pesada carga del traje de moreno se carga bailando, perdiéndose en medio del grupo, bebiendo, cantando, riendo hasta la inconsciencia, mientras la pollera gira dejando ver los encajes de las mankhanchas debajo de las que se adivina el tan esperado milagro.
Los valores religiosos “se diluyen entre subjetividades, promesas, esperanzas y deleites de la cultura de la fiesta” (Pérez 1999: 102). Entonces no es el ascetismo sino el exceso el que premia los ojos del Señor: el poder en el derroche, el sacrificio en el desprendimiento frenético de lo que Perlongher llama ese “cuerpo vibrátil” (Perlongher, 60) y múltiple de quienes bailan para poder seguir bailando, de ahí su primordial valor erótico y a la vez religioso: se trata de una ritualidad de naturaleza distinta en la que los actores se comprometen de manera directa y sistemática a la consagración de sus propias sensaciones en la búsqueda de un contacto, una respuesta divina.

Garita fashion

Vestidos para agradar a los ojos del Señor y todos sus hijos, de fiesta, los bailarines compiten entonces a través del brillo, de la opulencia, de la constante renovación en función al consumo, a la novedad inserta en las curiosas demandas del folklore (etimológicamente: saber popular) del cual son artífices y herederos.
“La Eloy Salmón ha entrado como se entraba antes, con todas esas piedras, esos bordados, todo. Y no como ahora que son pura lentejuelas o puro hilos. Aparentemente a la vista es igual, pero no es igual. Te quitará unos varios kilos de encima, entonces eso hace que tengan más facilidad para bailar aquellos que llevan esas lentejuelas, pero siempre lo inicial va a ser lo más bonito, lo más sorprendente, lo más brilloso.”  Dice Jackie, mientras una de las chicas pregunta “¿Tú estabas el segundo año cuando eran polleras anaranjadas y mantas negro con anaranjado? Ahora se han copiado lo que era primero nuestra idea. Los naranja mecánica, no se qué se llaman...”. Orgullosa de haber impuesto una moda, comienza a hablar del diseño actual: combinaciones en función a la moda, degradé, mezclas de colores vivos, telas con brillos, lentejuelas tornasoles. ¿Contradictorio? En lo absoluto, en la lógica de la fiesta la renovación dentro de lo tradicional es una de las premisas desde la ropa hasta las matracas, que cada año adoptan la forma de un electrodoméstico más sofisticado, desde una lavadora hasta una cámara digital, sin abandonar simultáneamente para la Diana las clásicas pilas.
 Esa mañana, conocida también como “el alba” se usa además otra “parada” que consiste en otro traje completo (desde los zapatos hasta el sombrero) hecho para la ocasión, en la que se baila hasta el medio día, para después pasar al local en el que se recibe a los fraternos con una botella de cerveza y un buen plato de fricasé para cada uno.
 Es fundamental entonces, además de impresionar al Señor, ser consecuente con la generosidad del pasante y mostrar el mismo desprendimiento para el momento de la fiesta, a la que sólo se entra con el vestuario de la fraternidad. “Gastan más las señoras de pollera”, Dice Naty Luna, “porque mirá llevan las joyas, los sombreros, los zapatos. Imaginate las joyas nomás”, eso sin contar la ropa, los fustes nuevos (que cuestan por como promedio 50 dólares) y los adornos y accesorios que van desde manillas en el tobillo y manicure hasta lentes de contacto del color de la pollera. Para la Diana, donde abundan los ladrones, a pesar de haber guardias de seguridad, sólo se debe usar fantasía, o joyas que sean bañadas en oro (y no de oro de mayor calidad), que, como dice  Margarita, una de las fundadoras,  “sólo cuestan más o menos dos mil ochocientos”. Otra opción es alquilarlas, siempre que se cuente con una garantía que cubra el precio de los adornos. El alquiler de las joyas de oro, en promedio, es de 3.000 bolivianos con la garantía.
La ropa “no solo cumple una función simple de vestidura, sino, más bien, de armadura desproporcionando convexidades y concavidades superlativamente formadas en la forma de la mujer” (Pérez 1999: 146) la ropa está hecha para seducir, para identificarse con un parámetro de belleza popular que es permitido sólo en ese espacio. Además de esta unas caderas del tamaño de cinco fustes y una pesada pollera,  en las joyas reside otro tipo de sensualidad presente en toda la fiesta: el brillo, la exuberancia, la demostración de la providencia divina en la propia vanidad.

La entrada fuga del Gran Poder


            Por legítima fe, entonces, se concibe la idea que colma todo el año y que es el resultado de algunas semanas de preparación intensa. No es lo mismo entrar en un baile que en otro, en una fraternidad que en la otra, no tiene comparación bailar de china con bailar de chola: “es mejor, es más lindo, otra cosa es cuando se mueve tu pollera...es lo mejor bailar de cholita” dice Jackie. Son las cholitas, figura clásica de la fiesta del Gran Poder, quienes entran en primer lugar en la fraternidad para “llamar la atención, siempre tengo ese punto de vista porque las mujeres están, como decir, en algo brillan ¿no? entonces me parece que la mujer bailando adelante se ve más bonito” dice Naty en su puesto de artefactos de cocina en la esquina de la León de la Barra.
Así las cosas, en el grupo de cholitas, a través de la tradición, se establecen jerarquías: las guías, las encargadas, las antiguas. Para una novata, como lo es nuestra cholita a la que volvemos a ver ahora, agarrando su sombrero y corriendo para alcanzar a la fraternidad, siempre habrá una cálida bienvenida, mientras sea joven, no sea “khalincha” y sepa que su lugar está detrás de las demás. “Derecho de piso digamos tendríamos que decirlo en forma de broma pero algunas personas lo dicen en serio” dice Jackie algo molesta. Ella, guía, es una de las cuatro muchachas que encabezan la fila, que enarbolan las matracas adornadas, los zapatos con una hebilla, las joyas pesadas cuidadas por un guardaespaldas; es la primera en verse al salir del puente Topater y la primera que captan también las cámaras, a las que siempre hay que estar atentas para impresionar, comenzar a gritar, a cantar las canciones exclusivamente compuestas para la fraternidad -“Nos han regalado el año pasado en la invitación el CD”, dice Jackie en algún momento- y acentuar los movimientos del paso para salir en la tele, para mostrar a los demás quién es la más bonita, cuál es la mejor fraternidad, ya que, como es sabido, “Los medios masivos de difusión se involucran en lo popular, actualizan el concepto, re-crean los espacios de continuidad con lo popular desde las teatralizaciones y el imaginario colectivo” (Pérez 1999: 65), incitan y legitiman la hegemonía de ciertas fraternidades sobre otras, en función a número, originalidad y “belleza”.
Y es que en el momento de la entrada el deseo es colectivo y público, “una obsesión parcial sobre el cuerpo del otro o la otra” (Pérez 1999: 124) que se quema en una mirada, en el vuelo de una pollera, un incidental brindis ofrecido en medio del recorrido, alimentando la fantasía de los espectadores extraños, desde niños del barrio hasta parejas de extranjeros, que se irán después con los ojos enrojecidos por el sol, las lentejuelas, el exceso de lo visto, de lo oculto.

A puerta cerrada    

Otro cantar será pues el del local. En el caso de nuestra cholita, se trata del “Gran Capitolio” en cuyos escenarios especulares preparan el sonido dos grupos electrónicos. Apenas entrando se terminan las morenadas a voz en cuello, se pueden soltar las matracas y extender las redes, siempre y cuando se tenga el uniforme sin el cual es imposible ingresar al establecimiento de suelo de cerámica y ventanas selladas, ya que la invitación es a los fraternos, a los que han pagado, han bailado y han respondido la demanda del preste. “Entonces tal vez por eso también ha habido problemas, que se vengan con sus amigos, vienen así a la fiesta y realmente los verdaderos fraternos no son los que disfrutan” dice Jackie recordando el vergonzoso desalojo de algunos colados a la fiesta, arrastrados por guardias de seguridad (hombres y mujeres) instalados estratégicamente en varios puntos del salón.
Comienza entonces el folklore electrónico, los prestes suben al escenario,
agradecen, dan la bienvenida a sus invitados, y la cumbia invade todo el local, los cuerpos en ebullición al calor de la cerveza, las expresiones y los labios de las cholitas que las cantan de memoria. ¿El baño está ocupado? no es un problema; tanto en la calle como en el local, al igual que los hombres, las mujeres orinan de paradas, sin llorar como dice la canción, amparadas por la compañía de sus amigas bajo los cinco fustes y la pollera.
Ya con el suelo absolutamente empapado, a merced de las ch’allas y otros fluidos, adentro estalla la fiesta: “Cuanto tienes cuanto vales, así es la vida, nada tienes nada vales, todo es interés” dice la famosa letra del éxito en la sala, todos saltan, “te quiero por lo que tenés entre las patas” hacen gestos obscenos, brindan, saludan, abrazan, se alzan unos a otros, invitan con muecas desaforadas, en algún rincón empañado por el tufo colectivo una pareja de desconocidos se besa apoyada en la silla donde duerme la preste del próximo año, se desdibujan una por una las imposturas individuales, derretidas lentamente por el alcohol y la euforia de la fiesta.

Te invito

                       “Me sirvo con vos” dice un señor tomando la botella de la mitad (nunca del pico, al menos que tenga la fortuna de ser el preste) con la mano derecha. Sirve un vaso y se lo alcanza con la misma mano a nuestra cholita que, disimuladamente, invita a la pachamama medio vaso y echa la otra mitad con la espuma sobrante. “Me sirvo con vos” dice al primer hombre que encuentra, que resulta ser un músico con el pelo teñido de rojo, los pantalones ceñidos de jean y parches blancos y lentes de contacto verdes.
Naty, indignada, no concibe la idea de la común acción de que una mujer invite a un hombre a tomar cerveza de su vaso. “Entre mujeres es diferente. Entre mujeres bueno, nos podemos invitar pero a un hombre no” dice sin explicarse muy bien por qué. Y sin embargo, sorda a las recomendaciones, nuestra cholita arrasa con todo el grupo del escenario derecho de esa noche: NUEVA ZENDA.
En medio de la fiesta, el alcohol es más que una forma de legitimar la embriaguez de la fiesta, es un modo de seducción, una tarjeta de presentación, una muestra de cariño, una manera de socialización, una forma de compartir y al mismo tiempo corresponder a la invitación de la que se es parte. Habla Jackie: “puede haber alguien que se emocione y te invita tres cajas o los mismos prestes, o hay otras personas que te dicen ‘sí, yo te invito cuatro’ (…) O pueden ser una pareja y el esposo decidió ser más amable y invitarnos más, o la mujer decir ‘no hasta ahí no más’ o puede ser al revés y la mujer decir ‘no, invitales por favor’ muy diferente.”

La media naranja

“No me parece bien que tomen. Pero para compartir si estás al menos con tu esposo, si él toma y vos no tomas no me parece. Compartir ambos ¿no? o medirse ambos” Dice Naty, apologista de las buenas costumbres y la moderación en la fiesta, al menos frente al micrófono de la reportera.
            A pesar del exceso y la desorbitación, es muy importante la presencia de la familia (la mayoría de las chicas comienzan a bailar animadas por sus madres) pero sobre todo de la pareja. Es muy difícil encontrar un preste soltero. Los prestes elegidos por afinidad con los prestes anteriores, méritos o antigüedad en la fraternidad, son por lo general una pareja respetada por todos que deberá demostrar su generosidad brindando con cada uno de los invitados, una mujer en el grupo de las mujeres, su esposo en el grupo de los hombres.

            Tampoco son escasas las parejas de esposos y novios que asisten juntos a la fiesta. Pero, lejos de la mesura ideal de Naty, el comportamiento de los casados también cambia de naturaleza en la fiesta. Si bien, amparados en la borrachera general, muchos se dedican a anunciar su amor al mundo públicamente y a demostrarlo físicamente, después de una o dos piezas de baile no falta el osado que se mete a bailar en medio de los dos. Contra todo violento pronóstico, el novio se retira discretamente a tomar con los amigos, o a bailar con la chica de al lado que se ha quedado sin pareja. Luego de concederle al extraño, o al amigo, algunos minutos con la esposa, es ella la que decide parar para volver con su media naranja, a la que muchas veces tiene que esperar para que vuelva, mientras ríe y comenta con las amigas, o hace gestos de imploración al no poder deshacerse del reciente compañero de baile.
Pero ¿y qué fue de nuestra cholita, soltera, que ahora vaga con la mirada algo perdida sonriendo a diestra y siniestra y se tambalea disimulando un mal paso de cumbia? Sin vergüenza alguna, ella sabe que es esta la noche en que todo vale. Basta ver las peleas que, acentuadas por el alcohol, estallan en los alrededores del salón. Son las mujeres las que recurren primero a los golpes, ante sus maridos estupefactos, más por el alcohol que por la sorpresa. “Bajá, tú has dicho que eres hombre” le dice una cholita a su marido, empujándolo con fuerza, desequilibrándolo y haciéndolo bajar (casi deslizarse) por las gradas mojadas. Una cuadra más allá otra pareja discute. Ella camina apresuradamente, él la sigue, la toma del brazo. Ella se vuelve violentamente. “No me toques” grita con voz compungida “no quiero nada” dice haciendo pucheros. Se vuelve hacia la iglesia antigua del Gran Poder, sube dos gradas y tropieza.

¿Es el alcohol lo que hace de estas mujeres, habitualmente pacíficas en estos seres indómitos, regodeándose en su absoluta superioridad?
¿O es que, indefensas en su estado, son víctimas del engaño de los lobos en busca de caperucitas como nuestra bailarina, ya sin polleras, sin trenzas, que ahora descabeza un sueñito en algún hostal de la calle Rodríguez?

La respuesta dependerá, como suele pasar con casi todas, de a quién se le pregunta. Sin embargo, se puede apostar, después de haber pasado  por toda la travesía, que en la dinámica de la fiesta a la mujer no le molesta ser tratada como objeto. Mejor aún, se consagra como tal: la más hermosa, puro objeto de deseo, lo que, lejos de rebajarla la encumbra en el Gran Poder desde el cual domina la situación. Tal es entonces la utilidad de la ropa que acentúa sus formas, las sonrisas a la cámara impersonal, las invitaciones a beber imposibles de rechazar, los bailes, los cantos a voz en cuello, la ornamental presencia del esposo, las joyas, las promesas que tendrán que cumplirse hasta el siguiente año ante la evidente consumación del milagro.   




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