21 jun 2010

La mirada de la reina




El hecho de que la ficción busque crear realidades lo tenemos bien conocido y experimentado, hasta podría decirse que es ese su sentido primero. Al trabajar la realidad, como lo hace el documental donde el personaje es el actor, la pregunta se invierte para renovarse: ¿Cómo crear una ficción a través de la realidad? 
Atención: no hablo de partir de la realidad a la manera de las ficciones históricas, sino de crear ficción a través del registro de una realidad específica. Es tal vez, la apuesta más clara en O filme da Rainha (La Película de la Reina) de Sergio Mercurio.
Así se asiste al relato de Efigenia Ramos Rolim, una mujer de 74 años nacida en un pueblo de Minas Gerais, en un barrio brasileño de esos que vemos repetidos en toda Latinoamérica: la tarde cayendo en una calle donde los niños juegan descalzos mientras su ombligo mira pasar un par de bicicletas a través de nubes de mosquitos. 
Esta anciana flaca y de trenzas blancas comienza poniendo su discurso de realidad en entredicho: nos cuenta que mucha gente la considera loca, mostrando de principio que su voz probablemente no sea la más confiable a la hora de hablar en primera persona. Confiamos en ella, pues ninguna lo es, dado que la percepción que uno tiene de sí no necesariamente refleja la realidad. No importa si el discurso de una loca habla de realidad o ficción, sino que en última instancia cuenta su propia y única realidad (o su ficción que para el caso es lo mismo): es el reflejo de una mirada que una mujer tiene de sí misma, donde el grado de locura será decidido por cada espectador –piénsese, casi quinientos años después, en las largas discusiones acerca de la cordura del Quijote.
A partir de esta mirada, lo documental cambia de sentido: algo en la imagen, en lo escuchado, va más allá de una búsqueda de veracidad. La imagen permite entonces (se lo ha dicho muchas veces) una mirada doble: a la vez la de la anciana y la del director que tras su hombro decide observarla. Esta imagen-mirada necesita hablar de sí misma para llegar al público, construyendo así al personaje de Efigenia: una viuda de sesenta años, mendiga, que descubre en la calle algo que le llama la atención. Parece una joya, pero “afortunadamente” (dice ella misma) resulta ser un papel de caramelo que desde su mirada es un ser humano desamparado en la calle gris, brillando como una lágrima, algo que necesita un sentido nuevo. Mercurio, más de quince años después, filma a Efigenia representando el momento entonces vivido y de esta manera anuncia, matiza y prepara el advenimiento de la reina: una poeta, una artista popular que se construye a partir de la basura; un ajuar tejido de pequeños papeles brillantes, humanidad abandonada y reconstruida, una persona nueva, espontánea, viva. Ha devenido Efigenia, la reina que habla desde su traje brillante, cuenta sus propias historias, canta sus canciones, corre por las calles, juega con el viento, ríe con los niños, festeja, se sabe una estrella que, rodeada de oscuridad, “brilla más que el sol”.
Así, y en simultáneo, la cámara no olvida los instantes íntimos: Efigenia reza en un cuarto pequeño, a solas, en la penumbra de un cuerpo anciano, mirando al cielo con uno de sus ojos nublado por las cataratas: es el tiempo que pasa, que ella decide dejar pasar cantando. Su vida, cuyo brillo está formado por los deshechos de otros, tiene también cierto sentido de santidad; su mirada nos obliga a mirarla: para ser santos sólo hay que creer. Así lo comprende su hijo que, en un gesto especular, decide vestirse con la túnica de San Francisco y salir a la plaza. Efigenia, conmovida, mientras prepara un café en la hornillita de su cocina, le acaricia la cabeza: “haces reír y haces llorar”.
Así, riendo y llorando, el público puede ver a esta anciana ponerse el vestido de reina, hacer una corona con una damajuana vacía, convertir una bolsa de papas fritas en una muñequita a la vez frágil y fuerte, que apunta al cielo con una mano firme de trapo y plástico.
Lo sabe Kundera: un mismo gesto es repetido por infinitas personas es un acto infinito. Así se puede ver al hijo en la madre, a la reina en la cámara que se arroja al público al registrar una de las frases más determinantes a la hora de ver este documental: “Tú todavía no te has dado cuenta de que estoy en ti”. No sólo se trata a estas alturas de un inevitable presagio (estamos todos condenados a la vejez, a la soledad), sino a la posibilidad de una felicidad armada por sus propias cáscaras.

Este gesto es el que nos traen los fragmentos escogidos por la cámara: un ser real que se transforma en mensaje, una imagen que la mirada construye y representa. La ficción escogida de la realidad documenta un personaje, es decir, un perfil: una faceta limitada de una persona que tendrá un efecto en el público. Hay fingimiento, pero no hay engaño, es Efigenia contada por Efigenia, la loca, la reina, la maga. El director entra también en la ficción de la reina y toma prestada su mirada; la realidad vista por la cámara (o su ficción que para el caso es lo mismo) es una ilusión habitando un tiempo que pasa, dejando a su publico en vilo y en espejo: “fingiendo que sabe nadar, corriendo el riesgo de ahogarse”.

Al encenderse las luces, los que entramos en la ficción de la reina, salimos con una canción en los oídos, con el brillo de los papelitos de caramelo desdibujándose en una sonrisa inexplicable. Alguien, molesto ante mi silencio conmovido, me dice: “como esa mujer hay miles en el mundo”. Lejos de molestarme, me da una pista: es ese el sentido que me deja este documental, el de recuperar aquel gesto infinito, presente y repetido, esa mirada que estamos acostumbrados a percibir, pero rara vez logramos adoptar.


(publicado en el suplemento la era), periódico la época)

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