29 jun 2010

La cholita más sabrosa


La morenada lindos colores
Cosas que me han hecho
Dice que no se nota
Banda Poopó.

Tras el año de ahorro, la confección de los trajes, después de haber escogido las telas, los colores, el diseño, los pasos, después  de la decepción de las malas costureras, el terror a los ladrones en las puertas de las tiendas, los ensayos de tres horas sin descanso, las reuniones, las advertencias, acaba de trenzarse la última tullma brillante. La bailarina se levanta convertida en una cholita radiante, toma su matraca, apura el paso en el frío de la mañana, lista para la fiesta. Está apunto de sumergirse una vez más en el gasto, en el desgaste de los tres días por los que ha estado esperando todo el año.  
La fiesta, manifestación de lo circular en el tiempo, será el espacio de desorden en el que una nueva forma de ordenarse enfrentará  e igualará a los opuestos: crueldad y belleza, amor y violencia, hombre y mujer, se confundirán en la corriente de la fiesta. En este caos, prima siempre la sensualidad propiciada a través del baile, del alcohol y la desmesura, lo que permitirá a la mujer, en el caso específico de la fiesta del Gran  Poder, instaurarse como figura principal.
Pero no se trata tan sólo de la inversión momentánea de los valores, de la liberación que supera la censura, de la profusión de lo negativo, sino del advenimiento de “la positividad de otra lógica” (Perlongher, 60) que se establece a partir de distintas representaciones simbólicas. Ajena a todo esto, y sin embargo, ejecutora sin libreto de este advenimiento, nuestra cholita se mira en el espejo y se pinta lentamente los labios ¿acto de sumisión o más bien de revolución, de subterránea conspiración contra el poder? Gesto más bien de placer escondido detrás de una sonrisa maliciosa.

El Señor del Gran Poder

¿Por qué bailar en el Gran Poder? La pregunta es necia; para todos los efectos, cualquier bailarín contestará de inmediato como Jackie Vargas: “es como un reto que el Señor me ha puesto y que lo he querido cumplir.” Primera tentación, el reto es ganarse el milagro que cada año otorga esta imagen que habita una iglesia austera llena de plaquetas con nombres de fraternidades y que, vestida de blanco, lleva bordados con hilo dorado los nombres de los actuales prestes. El Señor hace entonces el milagro: la salud, la armonía y, por sobre todo, la abundancia que permita seguir bailando para él año tras año, por lo menos hasta cumplir el tercero de rigor que evite la maldición y colme al danzante de retribuciones divinas.
            Aquí entonces la religión, ajena a la culpa de la frente inclinada, se concibe desde su lado más pagano; lejos del ermitaño, del peregrino amante del ayuno y del silicio,  la pesada carga del traje de moreno se carga bailando, perdiéndose en medio del grupo, bebiendo, cantando, riendo hasta la inconsciencia, mientras la pollera gira dejando ver los encajes de las mankhanchas debajo de las que se adivina el tan esperado milagro.
Los valores religiosos “se diluyen entre subjetividades, promesas, esperanzas y deleites de la cultura de la fiesta” (Pérez 1999: 102). Entonces no es el ascetismo sino el exceso el que premia los ojos del Señor: el poder en el derroche, el sacrificio en el desprendimiento frenético de lo que Perlongher llama ese “cuerpo vibrátil” (Perlongher, 60) y múltiple de quienes bailan para poder seguir bailando, de ahí su primordial valor erótico y a la vez religioso: se trata de una ritualidad de naturaleza distinta en la que los actores se comprometen de manera directa y sistemática a la consagración de sus propias sensaciones en la búsqueda de un contacto, una respuesta divina.

Garita fashion

Vestidos para agradar a los ojos del Señor y todos sus hijos, de fiesta, los bailarines compiten entonces a través del brillo, de la opulencia, de la constante renovación en función al consumo, a la novedad inserta en las curiosas demandas del folklore (etimológicamente: saber popular) del cual son artífices y herederos.
“La Eloy Salmón ha entrado como se entraba antes, con todas esas piedras, esos bordados, todo. Y no como ahora que son pura lentejuelas o puro hilos. Aparentemente a la vista es igual, pero no es igual. Te quitará unos varios kilos de encima, entonces eso hace que tengan más facilidad para bailar aquellos que llevan esas lentejuelas, pero siempre lo inicial va a ser lo más bonito, lo más sorprendente, lo más brilloso.”  Dice Jackie, mientras una de las chicas pregunta “¿Tú estabas el segundo año cuando eran polleras anaranjadas y mantas negro con anaranjado? Ahora se han copiado lo que era primero nuestra idea. Los naranja mecánica, no se qué se llaman...”. Orgullosa de haber impuesto una moda, comienza a hablar del diseño actual: combinaciones en función a la moda, degradé, mezclas de colores vivos, telas con brillos, lentejuelas tornasoles. ¿Contradictorio? En lo absoluto, en la lógica de la fiesta la renovación dentro de lo tradicional es una de las premisas desde la ropa hasta las matracas, que cada año adoptan la forma de un electrodoméstico más sofisticado, desde una lavadora hasta una cámara digital, sin abandonar simultáneamente para la Diana las clásicas pilas.
 Esa mañana, conocida también como “el alba” se usa además otra “parada” que consiste en otro traje completo (desde los zapatos hasta el sombrero) hecho para la ocasión, en la que se baila hasta el medio día, para después pasar al local en el que se recibe a los fraternos con una botella de cerveza y un buen plato de fricasé para cada uno.
 Es fundamental entonces, además de impresionar al Señor, ser consecuente con la generosidad del pasante y mostrar el mismo desprendimiento para el momento de la fiesta, a la que sólo se entra con el vestuario de la fraternidad. “Gastan más las señoras de pollera”, Dice Naty Luna, “porque mirá llevan las joyas, los sombreros, los zapatos. Imaginate las joyas nomás”, eso sin contar la ropa, los fustes nuevos (que cuestan por como promedio 50 dólares) y los adornos y accesorios que van desde manillas en el tobillo y manicure hasta lentes de contacto del color de la pollera. Para la Diana, donde abundan los ladrones, a pesar de haber guardias de seguridad, sólo se debe usar fantasía, o joyas que sean bañadas en oro (y no de oro de mayor calidad), que, como dice  Margarita, una de las fundadoras,  “sólo cuestan más o menos dos mil ochocientos”. Otra opción es alquilarlas, siempre que se cuente con una garantía que cubra el precio de los adornos. El alquiler de las joyas de oro, en promedio, es de 3.000 bolivianos con la garantía.
La ropa “no solo cumple una función simple de vestidura, sino, más bien, de armadura desproporcionando convexidades y concavidades superlativamente formadas en la forma de la mujer” (Pérez 1999: 146) la ropa está hecha para seducir, para identificarse con un parámetro de belleza popular que es permitido sólo en ese espacio. Además de esta unas caderas del tamaño de cinco fustes y una pesada pollera,  en las joyas reside otro tipo de sensualidad presente en toda la fiesta: el brillo, la exuberancia, la demostración de la providencia divina en la propia vanidad.

La entrada fuga del Gran Poder


            Por legítima fe, entonces, se concibe la idea que colma todo el año y que es el resultado de algunas semanas de preparación intensa. No es lo mismo entrar en un baile que en otro, en una fraternidad que en la otra, no tiene comparación bailar de china con bailar de chola: “es mejor, es más lindo, otra cosa es cuando se mueve tu pollera...es lo mejor bailar de cholita” dice Jackie. Son las cholitas, figura clásica de la fiesta del Gran Poder, quienes entran en primer lugar en la fraternidad para “llamar la atención, siempre tengo ese punto de vista porque las mujeres están, como decir, en algo brillan ¿no? entonces me parece que la mujer bailando adelante se ve más bonito” dice Naty en su puesto de artefactos de cocina en la esquina de la León de la Barra.
Así las cosas, en el grupo de cholitas, a través de la tradición, se establecen jerarquías: las guías, las encargadas, las antiguas. Para una novata, como lo es nuestra cholita a la que volvemos a ver ahora, agarrando su sombrero y corriendo para alcanzar a la fraternidad, siempre habrá una cálida bienvenida, mientras sea joven, no sea “khalincha” y sepa que su lugar está detrás de las demás. “Derecho de piso digamos tendríamos que decirlo en forma de broma pero algunas personas lo dicen en serio” dice Jackie algo molesta. Ella, guía, es una de las cuatro muchachas que encabezan la fila, que enarbolan las matracas adornadas, los zapatos con una hebilla, las joyas pesadas cuidadas por un guardaespaldas; es la primera en verse al salir del puente Topater y la primera que captan también las cámaras, a las que siempre hay que estar atentas para impresionar, comenzar a gritar, a cantar las canciones exclusivamente compuestas para la fraternidad -“Nos han regalado el año pasado en la invitación el CD”, dice Jackie en algún momento- y acentuar los movimientos del paso para salir en la tele, para mostrar a los demás quién es la más bonita, cuál es la mejor fraternidad, ya que, como es sabido, “Los medios masivos de difusión se involucran en lo popular, actualizan el concepto, re-crean los espacios de continuidad con lo popular desde las teatralizaciones y el imaginario colectivo” (Pérez 1999: 65), incitan y legitiman la hegemonía de ciertas fraternidades sobre otras, en función a número, originalidad y “belleza”.
Y es que en el momento de la entrada el deseo es colectivo y público, “una obsesión parcial sobre el cuerpo del otro o la otra” (Pérez 1999: 124) que se quema en una mirada, en el vuelo de una pollera, un incidental brindis ofrecido en medio del recorrido, alimentando la fantasía de los espectadores extraños, desde niños del barrio hasta parejas de extranjeros, que se irán después con los ojos enrojecidos por el sol, las lentejuelas, el exceso de lo visto, de lo oculto.

A puerta cerrada    

Otro cantar será pues el del local. En el caso de nuestra cholita, se trata del “Gran Capitolio” en cuyos escenarios especulares preparan el sonido dos grupos electrónicos. Apenas entrando se terminan las morenadas a voz en cuello, se pueden soltar las matracas y extender las redes, siempre y cuando se tenga el uniforme sin el cual es imposible ingresar al establecimiento de suelo de cerámica y ventanas selladas, ya que la invitación es a los fraternos, a los que han pagado, han bailado y han respondido la demanda del preste. “Entonces tal vez por eso también ha habido problemas, que se vengan con sus amigos, vienen así a la fiesta y realmente los verdaderos fraternos no son los que disfrutan” dice Jackie recordando el vergonzoso desalojo de algunos colados a la fiesta, arrastrados por guardias de seguridad (hombres y mujeres) instalados estratégicamente en varios puntos del salón.
Comienza entonces el folklore electrónico, los prestes suben al escenario,
agradecen, dan la bienvenida a sus invitados, y la cumbia invade todo el local, los cuerpos en ebullición al calor de la cerveza, las expresiones y los labios de las cholitas que las cantan de memoria. ¿El baño está ocupado? no es un problema; tanto en la calle como en el local, al igual que los hombres, las mujeres orinan de paradas, sin llorar como dice la canción, amparadas por la compañía de sus amigas bajo los cinco fustes y la pollera.
Ya con el suelo absolutamente empapado, a merced de las ch’allas y otros fluidos, adentro estalla la fiesta: “Cuanto tienes cuanto vales, así es la vida, nada tienes nada vales, todo es interés” dice la famosa letra del éxito en la sala, todos saltan, “te quiero por lo que tenés entre las patas” hacen gestos obscenos, brindan, saludan, abrazan, se alzan unos a otros, invitan con muecas desaforadas, en algún rincón empañado por el tufo colectivo una pareja de desconocidos se besa apoyada en la silla donde duerme la preste del próximo año, se desdibujan una por una las imposturas individuales, derretidas lentamente por el alcohol y la euforia de la fiesta.

Te invito

                       “Me sirvo con vos” dice un señor tomando la botella de la mitad (nunca del pico, al menos que tenga la fortuna de ser el preste) con la mano derecha. Sirve un vaso y se lo alcanza con la misma mano a nuestra cholita que, disimuladamente, invita a la pachamama medio vaso y echa la otra mitad con la espuma sobrante. “Me sirvo con vos” dice al primer hombre que encuentra, que resulta ser un músico con el pelo teñido de rojo, los pantalones ceñidos de jean y parches blancos y lentes de contacto verdes.
Naty, indignada, no concibe la idea de la común acción de que una mujer invite a un hombre a tomar cerveza de su vaso. “Entre mujeres es diferente. Entre mujeres bueno, nos podemos invitar pero a un hombre no” dice sin explicarse muy bien por qué. Y sin embargo, sorda a las recomendaciones, nuestra cholita arrasa con todo el grupo del escenario derecho de esa noche: NUEVA ZENDA.
En medio de la fiesta, el alcohol es más que una forma de legitimar la embriaguez de la fiesta, es un modo de seducción, una tarjeta de presentación, una muestra de cariño, una manera de socialización, una forma de compartir y al mismo tiempo corresponder a la invitación de la que se es parte. Habla Jackie: “puede haber alguien que se emocione y te invita tres cajas o los mismos prestes, o hay otras personas que te dicen ‘sí, yo te invito cuatro’ (…) O pueden ser una pareja y el esposo decidió ser más amable y invitarnos más, o la mujer decir ‘no hasta ahí no más’ o puede ser al revés y la mujer decir ‘no, invitales por favor’ muy diferente.”

La media naranja

“No me parece bien que tomen. Pero para compartir si estás al menos con tu esposo, si él toma y vos no tomas no me parece. Compartir ambos ¿no? o medirse ambos” Dice Naty, apologista de las buenas costumbres y la moderación en la fiesta, al menos frente al micrófono de la reportera.
            A pesar del exceso y la desorbitación, es muy importante la presencia de la familia (la mayoría de las chicas comienzan a bailar animadas por sus madres) pero sobre todo de la pareja. Es muy difícil encontrar un preste soltero. Los prestes elegidos por afinidad con los prestes anteriores, méritos o antigüedad en la fraternidad, son por lo general una pareja respetada por todos que deberá demostrar su generosidad brindando con cada uno de los invitados, una mujer en el grupo de las mujeres, su esposo en el grupo de los hombres.

            Tampoco son escasas las parejas de esposos y novios que asisten juntos a la fiesta. Pero, lejos de la mesura ideal de Naty, el comportamiento de los casados también cambia de naturaleza en la fiesta. Si bien, amparados en la borrachera general, muchos se dedican a anunciar su amor al mundo públicamente y a demostrarlo físicamente, después de una o dos piezas de baile no falta el osado que se mete a bailar en medio de los dos. Contra todo violento pronóstico, el novio se retira discretamente a tomar con los amigos, o a bailar con la chica de al lado que se ha quedado sin pareja. Luego de concederle al extraño, o al amigo, algunos minutos con la esposa, es ella la que decide parar para volver con su media naranja, a la que muchas veces tiene que esperar para que vuelva, mientras ríe y comenta con las amigas, o hace gestos de imploración al no poder deshacerse del reciente compañero de baile.
Pero ¿y qué fue de nuestra cholita, soltera, que ahora vaga con la mirada algo perdida sonriendo a diestra y siniestra y se tambalea disimulando un mal paso de cumbia? Sin vergüenza alguna, ella sabe que es esta la noche en que todo vale. Basta ver las peleas que, acentuadas por el alcohol, estallan en los alrededores del salón. Son las mujeres las que recurren primero a los golpes, ante sus maridos estupefactos, más por el alcohol que por la sorpresa. “Bajá, tú has dicho que eres hombre” le dice una cholita a su marido, empujándolo con fuerza, desequilibrándolo y haciéndolo bajar (casi deslizarse) por las gradas mojadas. Una cuadra más allá otra pareja discute. Ella camina apresuradamente, él la sigue, la toma del brazo. Ella se vuelve violentamente. “No me toques” grita con voz compungida “no quiero nada” dice haciendo pucheros. Se vuelve hacia la iglesia antigua del Gran Poder, sube dos gradas y tropieza.

¿Es el alcohol lo que hace de estas mujeres, habitualmente pacíficas en estos seres indómitos, regodeándose en su absoluta superioridad?
¿O es que, indefensas en su estado, son víctimas del engaño de los lobos en busca de caperucitas como nuestra bailarina, ya sin polleras, sin trenzas, que ahora descabeza un sueñito en algún hostal de la calle Rodríguez?

La respuesta dependerá, como suele pasar con casi todas, de a quién se le pregunta. Sin embargo, se puede apostar, después de haber pasado  por toda la travesía, que en la dinámica de la fiesta a la mujer no le molesta ser tratada como objeto. Mejor aún, se consagra como tal: la más hermosa, puro objeto de deseo, lo que, lejos de rebajarla la encumbra en el Gran Poder desde el cual domina la situación. Tal es entonces la utilidad de la ropa que acentúa sus formas, las sonrisas a la cámara impersonal, las invitaciones a beber imposibles de rechazar, los bailes, los cantos a voz en cuello, la ornamental presencia del esposo, las joyas, las promesas que tendrán que cumplirse hasta el siguiente año ante la evidente consumación del milagro.   




21 jun 2010

Un mero fragmento de angustia

“Sé entonces lo que
es el presente, ese tiempo difícil:
un mero fragmento de angustia”
Roland Barthes


El libro llega a mis manos de la forma menos afortunada: apenas abro la primera página sé que tengo que decir algo, que puedo leerlo antes que muchos, que está aquí, en mis manos, por cierta confianza que me ha delegado alguien que casi no conozco. Comienzo con los viejos trucos de taxidermia literaria pero se declaran obsoletos a las tres páginas. Busco constelaciones, sigo líneas, devenires, trato en vano de establecer lecturas. Termino con una caja de clínex y un silencio desesperante: página en blanco, la fecha se acerca, el editor pregunta, espera, presiona. Me presentan al autor. “tu novela me trae problemas” le digo. “¿Cuál novela?, ¿mi libro de cuentos?” responde.

Desencuentros. Ahí la sensación concreta, ahí la palabra que anduve buscando. De eso se trata. Intimidades que no por primera vez me otorgan una confianza no correspondida por personas que adopto en lo más íntimo de una coincidencia ficticia.
Empezar, tal vez, aprovechando, sobre la ambigüedad genérica, sobre la imposibilidad de decir algo acerca de este texto que me abisma. Trillado, poco interesante, angustioso. A nadie le interesan mis reacciones, hablar del libro, del libro. Alguien tendrá que hablar por mí entonces: me busco un teórico, escojo una cita, una imagen, metáfora que abarque…fracaso de nuevo.
Y sin embargo está ahí, atravesado, constante, recurrente.
Dejo de buscar asideros. Saltan Barthes y el Ikebana: lo que importa no son las flores, sino el espacio de aire entre tallo y tallo. Un libro que habla desde su silencio acaso estará condenado a repetirse. Me resigno. Cito:
“¿Cómo escribir un diario íntimo estando hastiado de la subjetividad?” Algo se establece desde ese primer quiebre, una fisura, una escritura cuyo motor inicial es el hastío de ese yo tan hermético y tan firmemente asumido, tan desdibujado e insuficiente en el momento de mirar al otro. Una “anatomía de la soledad”, dirá Casas acercándose a la sensación de algo que es parte misma del cuerpo, constitutiva e irreversible, imposible de abandonar a pesar de toda errancia. Ahí la intimidad más opaca y más evidente, en ese silencio entre mirada y palabra cuyo significado escapa a cualquier subjetividad. Mirada, en los textos de Diario,  que es en gran medida el producto de una memoria única en cada personaje.
Como si toda vivencia dejara una huella, están “todas las cosas vistas a través del pasado” que no tiene una relación con lo sincrónico y lo sucesivo, sino con la repetición y la suma de circunstancias desencajadas, relacionadas de forma aparentemente arbitraria por quienes tratan de otorgarles un sentido que no logran encontrar.  Lo nuevo es apenas redundante, se diluye en su propia acumulación: las veces que uno ha dicho te amo a distintas personas, la promesa hecha en un instante solemne y único compartido con alguien, se comparte luego con otros, la misma promesa dicha y olvidada por uno mismo la repiten tiempo después los labios de otro que habrá de romperla, olvidarla, cumplirla en su caducidad inevitable. Un número incontable de personas repiten el gesto de complacer, el gesto de entregar algo que nunca es recibido y se descubre por eso insuficiente, insatisfecho, ajeno. La calle vacía es siempre la misma, siempre distinta.

Algo en la posibilidad del encuentro se cae en el silencio, en la vergüenza o la certeza de un cambio imposible: lo que pudo haber sido dicho, pero de ser mencionado perdería sentido. Los personajes de Barrientos fueron “jóvenes y le tenían miedo a cosas distintas, descubrirlo en los momentos de debilidad, cuando la intimidad se volvía difícil, los hacía sentir muy solos”. En los textos de Diario los lugares íntimos son los más públicos, la complicidad está precisamente en la conversación trivial,  el encuentro (fortuito o planificado) de dos personas en un lugar cualquiera. En los baños que comparten (recurrentes en las narraciones de este libro) los hombres no se miran, no se hablan, no se conocen a pesar de estar viviendo en común una de las acciones más escondidas y solitarias del hombre. Estos encuentros, las confesiones casuales entre desconocidos, el instante en el que se muestra lo más íntimo es a alguien que no lo puede ver y se le entrega, tal vez, precisamente por eso. Acaso la unión más profunda, a la que más recurren los instantes de melancolía, es la de evidente distancia entre dos personas que se abrazan. Los encuentros se dan invariablemente en la soledad: alguien mira dormir a otra persona, la escucha cantar a escondidas,  “quisiera que haya más de esos momentos, espacios sin amenazas, complicidades inofensivas. Esas cosas las irá  perdiendo paulatinamente, lo sabe, lo sospecha. Provocar esos momentos le resultará cada vez más difícil.”
Otro lugar recurrente en los textos es la carretera. Un lugar que siempre va hacia algún lugar y siempre puede ir más lejos, ir hacia quién sabe dónde, volver quién sabe de qué. “La condición de puntos de tránsito, de estar en medio de dos distancias. La comunión entre extraños. La estética del nomadismo”.  Algo en esa mirada solitaria expulsa y necesita del otro para hacerse presente. Se precisa compañía para establecer el abandono, la distancia necesita de dos puntos y un recorrido infranqueable. No existe aquí la traición arltiana, desdén, trasgresión. No hay sorpresa, no se destruye lo que no existió en primera instancia. Se abandona apenas, se deja caer sin arrojarlo.  “¿Por qué dejamos de vivir con las personas imprescindibles? ¿Por qué nos estamos yendo de todos los lugares de nuestra vida?” Algo tiene que pasar con el abandono continuo y sistemático, algo que no se logra comprender, que se oculta, que se escapa de todo intento de definición. Todos abandonando lugares que ya son otros.
Como las carreteras, los baños, las calles desiertas, casi todos los lugares en estos textos son lugares de paso. Las autopistas se detienen en hoteles, en bares, en pequeños pueblitos. Paradas momentáneas construyendo recuerdos aislados. Fotografías presentes en todo el texto: Verónica sola fotografiada por su esposo, un anciano escupiendo café, la madre de Esteban el momento en que quisiera conservarla, mirarla fuera de todo, registrarla. “Lagunas raras de la memoria” momentos felices, instantes que se van y quedan como imagen subjetiva. Recuerdos voluntarios escogidos entre tantos que no pueden desecharse, el terror a conservar los recuerdos equivocados, a construir la mirada propia con imágenes distorsionadas de una realidad de la que se quiere huir. Pasado ficticio, semantizado en esa imagen silenciosa robada a un tiempo que irremediablemente se hace pasado, se pierde para siempre.
Acaso esta necesidad de fotografía, repetición mecánica de lo único, esta aparición de la no ficción, tenga más relación de la que creemos con un amor infranqueablemente solitario: la melancolía que no permite el vacío entre dos personas, sino apenas el vacío sobre sí mismo, la persona y la imagen que mira, la realidad que no existe en lo inmediato, la memoria como único cenotafio. Porque si bien la memoria es expulsada por la foto que la anula, la línea de fuga es precisamente esa memoria: es la significación, el objeto que pertenece a la persona amada, el beso que precede esa foto, la inestabilidad de toda escritura, eso que está pasando y no se ve que la fotografía rasga en su repetición.
Esa imagen, esa memoria, construye “una soledad hecha a base de contactos pasajeros que van creando fantasmas, relaciones pasadas alimentadas por acumulaciones de mala suerte y frivolidad, idealizadas por errores y tozudez, promiscuidad y vulnerabilidad.” Más de un personaje al ver al otro se pregunta por todas las personas que han intentado en vano entrar en su vida. La repetición que en una instancia crea lenguaje, construye código, cuando se extrema es también la que lo destruye: si todo se repite (pensaba Kundera en la insoportable levedad del ser) adquiere una importancia tremenda, pero si se repite infinitamente, esta importancia se irá disipando, desdibujando, perdiendo el peso de la unicidad.
Lo definitivo entonces deja de ser, se autodestruye: la letra escrita es un tatuaje en la piel de un suicida, el escudo nacional que se seca y se pudre en un cuerpo muerto por sus propios medios, la constancia de que la imagen de un gran otro, de alguien que nos diga qué hacer, de una escritura concreta de lo real, se ha perdido para siempre; acaso uno de los signos generacionales que emergen de la caída estática y disgregada de este libro conformado de sutiles sensaciones de hallazgo y pérdida. No es casual que el último lugar de  confluencia sea un lugar inexistente, un lugar soñado y pleno: un desierto. El lugar de la muerte, de los muertos. El último lugar: el imaginario, el que traduce y deja que confluya la evidencia del vacío inabarcable, de la desolación, de la paz.

Al salir de este libro, que no se cierra, sino que se va expandiendo, algo es evidente: quien está de pie, en medio del desierto, es porque ha sobrevivido. Hay que caminar entonces, divagar, respirar profundo, dejar que nuestras huel

las en esa arena se desdibujen. Atisbar desde lo inasible un rastro en procura dudosa de que alguien lo siga, que se atreva a mirar a la intemperie, a seguir hacia cualquier parte, detenerse a tomar una fotografía que habrá de cambiar una mirada que observa todo desde un presente que no es otra cosa que un pasado voraz. Todas las cosas, el propio cuerpo, la memoria, esta letra escrita se disgregan, se deforman, se diluyen, van dejando de ser.
(publicado en editorialelcuervo.blogspot.com)

Acerca de "El Ascensor"

A sus 23 años, Tomás Bascopé emprende junto a BolAr la filmación de su primera película como una manera de continuar  un aprendizaje. Dice el director: “esta película es mi escuela,  me considero un alumno que no quiere pagar profesores”. Para los curiosos y los desprevenidos,  El Ascensor se anuncia como una película de acción en la que  un empresario cruceño corrupto y exitoso es interceptado por dos asaltantes: un tímido camba cuarentón aparentemente “decente” y un ladrón colla de medio pelo, agresivo, descontrolado. Los tres quedan atrapados en un ascensor. Poco a poco, cautivado por una creciente intriga en la que cada vez los recursos se van limitando, el público se enfrenta a una historia que, sin evitarlo ni temerlo, va mucho más allá de lo anecdótico o lo entretenido: una película que muestra lo humano y lo boliviano  a partir de una desnudez literal y subjetiva.

Algo  determinante en esta obra es la austeridad, que mucho dista de la pobreza. Los escenarios, los gestos, los recursos visuales y argumentales serán los indispensables, los necesarios, sin dejar de tomar las digresiones como una necesidad que se sostiene por la convención de lo verosímil por sobre lo realista: antes que el retrato, está el juego donde la realidad es un acuerdo entre película y espectador;  como lo evidencia la presencia accesoria, aparentemente prescindible y caricaturesca del guardia encargado, entre otras cosas, de evidenciar los auspiciadores de la película.
Lo que en un momento parece intrascendente se torna definitivo: una botella de gaseosa se convierte en artículo de supervivencia, en arma, en copa de brindis, en baño. El Ascensor, sin subestimar al público, se da el lujo en pleno 2009 de rescatar lo teatral del objeto como instrumento: efectos de edición, objetos, vestuario mínimo, se usan como lo que son: accesorios. Y es que, como dirá Benjamin hablando del cine en sus iluminaciones, “si el actor se convierte en accesorio, no es raro que el accesorio desempeñe por su lado la función del actor”; algo que El Ascensor  logra superar con creces. De ahí que, acostumbrados a un cine de efectos cada vez más elaborados, nos enfrentemos a las imágenes en 3D evidentemente artificiales, a las que cualquier videojuego podría superar; y sin embargo, la sala estalla en carcajadas ante las inesperadas  fantasías en las que los personajes flotan, ven estrellas, vuelan en medio de papas fritas.


El adjetivo “de acción” se establece y cambia de sentido al ver la película. Como Bascopé enfatiza en varias entrevistas, se trata de un cine que en un inicio pretende ser “de batalla” en el que el actor tiene el protagonismo por sobre el entorno que determina su (re)acción.
Lo principal en la actuación será entonces el drama humano que se desteje en relaciones en un principio imposibles, obligatorias por tiempo y espacio, en que cada personaje, sin caer en el estereotipo, revela además aristas de lo que significa ser boliviano en el contexto actual.
Las relaciones de jerarquía se demuestran frágiles, aleatorias y extremas: quien tiene el poder lo usa para vengarse, para sacar provecho, para establecerse momentáneamente superior a los otros. Se trata, en palabras del actor Alejandro Molina de “tener el poder y perderlo todo el tiempo”, un poder que, al estar presente de distintas maneras en tres personajes que comparten en igualdad de condiciones un contexto y tiempo muy específicos (el ascensor, los tres días de carnaval), amaga cualquier juicio absoluto acerca del sector social representado por cada personaje. En medio de las relaciones de poder, un striptease propiciado por el calor y el cautiverio, nos muestra a personas engañadas que no paran de mentir, asaltantes saqueados, hombres que tratan de escalar al mismo tiempo en el paradigma del crimen y en el de la moral, descubriéndose, en ambos, insuficientes. 
La intriga, lo boliviano, lo universalmente humano, permitirán al espectador compartir la intimidad de un ascensor durante una hora y media sostenidos por el humor, la intriga y el ritmo de las circunstancias azarosas, sin dejar de conmoverse. Sin duda, El Ascensor inaugura otra concepción de hacer cine en Bolivia, que, con todas sus limitaciones y potencialidades, todavía dará mucho de qué hablar.
(publicado en cinemascine.net)

Sobre "el futuro no es nuestro"

“Come and see, querido lector; ven y mira,
que aquí estamos de espaldas al futuro,
narrando el derrumbe.”
(DTP)


Tarea difícil la del antologador en su trabajo de selección y autorización: definir, escoger, recortar del vasto tejido de la literatura actual a los autores que le son relevantes de una manera totalmente subjetiva y argumentable. Reunir una generación a partir del corte, siempre arbitrario, de los nacidos en 10 años de acontecimientos históricos que se fueron haciendo cada vez más vertiginosos, más frecuentes, más drásticos. En ellos, la nueva generación de los ya no tan nóveles, todavía no tan consagrados.
Una línea de escritura que acaso da cuenta de una época de cambios definitivos, de visiones que se ven obligadas a deshacerse, a reformarse, a cuestionarse continuamente. Para buscar en ellas (labor casi imposible) una confluencia que pueda definir estas miradas como una línea de escritura más allá de lo cronológico, habrá que perseguir los posibles hilos: una línea ideológica, una forma de percibir el mundo, una estructura de pensamiento. Extenuados, dar al fin con el oculto cabo de lo evidente: se han acabado los manifiestos literarios, no hay solemnidad metafísica, patriótica, heroica, unívoca. Partir entonces de la propia disgregación de una generación que no es dueña del futuro, como tampoco lo serán las siguientes, ni lo fueron las anteriores; partir de esta conciencia de un encuentro arbitrario entre distintas miradas recogidas por una en particular.
Tal vez uno de los gestos más claros en esta generación sea precisamente esa ausencia de solemnidad, de fe en lo nuevo, en lo original, en lo único. Tal vez de ahí ese cambio de urgencia en cuanto a lo que a la sorpresa se refiere. No hay vuelta de tuerca, no hay trasgresión, no hay futuro que nos pertenezca.
El gesto en relación a lo anterior es claro: la hoja de afeitar deja de ser un arma, un dispositivo oculto, un instrumento de tortura: sirve precisamente para eso: para afeitar. Liberar entonces el lenguaje de todo peinado, de toda textura pubescente, de todo mecanismo obligatorio y devolverlo al sentido mismo de contar: describir un instante, un deseo, una acción concreta. Así sucede pues en el cuento de Lina Meruane, de un erotismo siempre latente en la caricia de la hoja y la picazón posterior, en el dedo de la madre superiora y los de las adolescentes de mirada lasciva. La misma hoja de afeitar en el deseo del personaje de “Camas Gemelas” de Giovana Rivero se hace objeto erótico de magnitud distinta, cobra sentido desde su ausencia cuando Gio levanta los brazos con las axilas peludas en procura de un alivio al encierro, a las pastillas, una gillete apenas para salvarse la vida. 
No hay en este uso destreza afectada ni peligro en particular, el personaje, antes protagonista heroico, ahora es casi totalmente pasivo: el héroe es el otro que se acerca, que invade, el otro que es observado a través de distintos filtros, distintos camuflajes. “Sin luz artificial” nos muestra así a una mujer silenciosa, reservada, absolutamente sometida a los deseos de su marido mientras mira a través del vidrio las aventuras de un absoluto opuesto: un macho que luce la melena y las canas al viento. Desde la ventana, desde el margen, desde lejos: así es como viven las cosas “Los curiosos” que ven sacar a los muertos del río en el cuento de Juan Gabriel Vásquez, así reconstruye la vida de su padre Zlatica Didic en “Amor que otro puerto esperas” así en “Hipotéticamente” vive Pierre la pelea entre sus vecinos; a partir de la grabadora, de la mirilla, de la ranura que les permite observar, desear, acabar con la vida del otro que será siempre desconocido. Cierto placer oculto hay en esa observación pasiva que es también marca de la generación que la adopta. El espía, el silencioso, es también el que desea, el voyeur. El caso extremo será sin duda “Rapiña”  donde un búho observa junto a un hombre la violación de una adolescente, inmóvil a pesar de su fuerza física.
Un erotismo que parte de este escondrijo y deja de ser sólo observación, pues donde hay una historia alguien actúa, ejerce, seduce. El observador es observado y el otro muestra las garras, camino inverso recorrido por la adolescente de “Arbol Genealógico” que literalmente acosa a su padre divorciado hasta conseguir su cometido. Lo mismo sucede con las adolescentes del  ya citado “hojas de afeitar” y las de “un desierto lleno de agua” de Santiago Rocangliolo. El problema sexual de la seducción ya no está en lo develado, en lo expuesto, en la moral del verdugo y la víctima, sino en el significado mismo del acto que transgrede sin desgarrar, como jugando, sin culpa, sin condena, sin anonimato. El erotismo entonces también se reformula: no son prohibidos ni culposos el incesto, la desfloración, el adulterio, sino todo lo contrario: en “pseudoefedrina” vemos la traición más grande y más placentera es precisamente al intento de infidelidad.
Así, un héroe que no hiere, que no arrebata, que no atraviesa, no protagoniza tampoco grandes momentos históricos, la épica de los encuentros definitivos, ni aún las anécdotas ocurrentes, sino los detalles que las evitan o las conforman: en “espinazo de pez” una frase desarma todo un plan de vida, en “huracán” tiene más peso una cortina de lluvia que un indirecto asesinato, en “un desierto lleno de agua” pesa menos un intento de violación que una respuesta impulsiva en plena luz del día, a merced de las acelgas y los mangos.

Lo social, lo más profundamente político en esta narrativa, será visto también a través del detalle particular, de lo aparentemente irrelevante. Acaso lo terrible en la visión de lo nacional en Latinoamérica haya superado todo patriotismo cívico para instalarse en los casos aislados, íntimos, como “una historia cualquiera”, relato guatemalteco que recuerda a Clarice Lispector en su simplicidad argumental, en su sincera mirada sin filtros hacia lo que pasa desapercibido; mirada que comparte desde su sentido más alegórico la historia de un joven revolucionario descubierto por un policía matando un perro negro, una breve tregua, casi un encuentro que termina destrozándose por completo. No es casual la fecha que le da el título al cuento: “Lima, Perú, 28 de julio de 1979”. Los gestos pues, las particularidades nos remitirán a otros estratos, a otras significaciones que emergen de un lenguaje alejado de lo efectista, de una historia aparentemente clara, evidente: tal el caso de la historia de “Náufraga en Naxos”, que pone a una dealer enamorada en las sandalias de la Ariadna del ovillo y la espera, la que salva y luego es abandonada por su Teseo. Algo del juego de la alusión se hace evidente entonces en  historias como esta, junto a “En la estepa” de Smanta Schweblin, donde una pareja con problemas de fertilidad intenta cazar un bestia indescriptible y “Sun Woo” de Oliverio Coelho, una historia de erotismo voraz que encierra en una anécdota conocida, casi un mito urbano, los pequeños y terribles gestos de las relaciones de poder en cualquier relación amorosa.
Finalmente aparecen, sin dejar de lado los anteriores gestos, los cuentos juguete. Un juguete que ya no es un puzle, no una caja china ni de Pandora. En “Variación sobre temas Murakami y Tsao Hsueh-Kin” el lector se ve obligado a repetir la historia ahondando en sus aristas, historia que se cierra sobre sí misma para huir corriendo lejos de un final esperado. Otro tipo de juego será el de “Sopa de Pollo” otro cuento circular y en fuga, en el que Ignacio Alcuri, en esa veta del humor uruguayo, crea una verosimilitud basada exclusivamente en una parodia del exceso, de la farsa, elementos del triller berreta mezclados con Alfred Hitchcock, burlándose para de esta manera trucar una ciencia ficción que “está más muerta que la madre de Ray Bradbury”.

El juego será, tal vez, el gesto más evidente en la literatura de la generación encerrada en estos diez años escogidos por Diego Trelles Paz. Juego que ha sido desde siempre uno de los sentidos más básicos de la literatura y ahora es adoptado desde una generación que dice las cosas por su nombre, que se arriesga a contar historias honestas, a mirarlas desde la mirilla de una década , desnudas, sin falsos pudores ni excesivos halagos, dejando hablar a sus silencios para mostrar las más profundas heridas, que no son a gillete, ni a bala, sino apenas rasguños de experiencias pequeñas, íntimas, migajas de un pasado que se descascara, que ellas descubren y describen desde un presente cuyo futuro nadie tiene comprado; un futuro que, afortunadamente, está lejos de ser su legado o su parcela.

(publicado en diversos artículos de prensa, texto de presentación del libro en La Paz)

Sobre "La vocación" de César Brie



La autobiografía: ¿Ficción desenmascarada, de Madame Bovary a un crudo moi c’est moi en carne viva? ¿Cuál su sentido último más allá del ego, la posteridad, el regodeo en la propia fama? ¿Qué le hace pensar a uno que en su propia vida tiene algo nuevo, algo importante que decir?


Tal vez lo que obliga a escribir sobre su vida real y concreta, lo que genera esa urgencia de hacer público lo íntimo, no esté tan alejado del sentido de la ficción. Quizás, se trata de buscar una respuesta a partir del recorrido; desandar las arenosas huellas de una memoria partiendo de esa pregunta concreta, a priori simple: cuál el sentido y el faro (la Alejandría) que justifique la propia senda y, tal vez, la de algún lector que apenas empieza a quitarse los zapatos para seguirla.
Así, César Brie en su autobiografía, pudoroso, cambia el nombre a los personajes trascendentales de los primeros veinte años de su vida –aunque (¿error de edición?) algunos nombres reales se filtren a momentos- y, para no quedarse atrás (o adelante, si se toma en cuenta el des-recorrido de toda biografía) narra los hechos desde su segundo nombre, prácticamente ignorado en los ámbitos en que se mueve: Miguel. Comienza pues la evocación: a través de distintas anécdotas, conocemos la adolescencia de un argentino de la sobreviviente clase media intelectual, los primeros atisbos y las sentencias definitivas aprendidas por alguien que todavía no es actor.
Algo, sin embargo, de la fatalidad, se anuncia en cada coincidencia. César leído por César, profetiza el anuncio de una muerte que genera todo el resto de su vida: su padre agonizando en la escritura, vanamente perpetuado en el momento de su extinción. Habrá sido tal vez, entre las respuestas encontradas, ésa la fatal determinante de la continua equivocación: una orfandad primordial que lo lleva a buscar en distintos maestros al Gurú/padre caído: los falsos ídolos y los dolores de estómago, la austeridad reconocida ahora como inútil, la miseria voluntaria, el trabajo a costa de la salud, la “lucha” por una causa más cercana al make up que a la revolución. Errores, al releerse, reconocidos, perdonados, embadurnados de un arrepentimiento (como todos) tardío.
Vida y obra, son en Brie una suerte de espacios alimentados mutuamente por ósmosis y militancia, los conflictos típicos del adolescente escenificados en circunstancias adversas, atravesados a la vez por un conflicto general: la realidad insoslayable de un país dominado por la dictadura, el lugar donde existieron los que ya no existen ni como ausencia. La invocación: la vuelta, a través de la escritura, de los desaparecidos; esa extraña complicidad con los silenciosos y los torturados; la certeza de quien huyó para salvarse y no se ha salvado, puesto que la sinfonía del dolor está compuesta de esos elementos: silencio, aire insuficiente, imperceptibles suspiros, gestos que nadie ve.
Ahí es precisamente donde Brie plasma los primeros signos de las grandes historias. Sutilezas que provocan, que causan, que desembocan en decisiones existenciales. Esta adolescencia de descubrimiento y desgarre, iniciática como todas, no podrá, pues,  quedar al margen de la provocación: desde una charla entre dos hermanos, hasta una cama de dominio público; la caricia tosca, la mano fría y desnuda de un hombre fuerte y aterrador, una vieja rica en tiempos de escasez, el hilo de saliva entre grito ahogado y silencio vergonzoso; todo en un mismo sitio: el ejercicio del poder sobre un cuerpo que comparten el que penetra y el que dirige una obra, la revelación de que los grupos de teatro son también eslabones lubrificados con la grasa del deseo.
Entre estos espasmos, detallada y crudamente descritos, cabe, no obstante, el amor verdadero, ése que vuelve a Miguel torpe y obnubilado, tímido y de voz quebrada. El lugar que habita el amor es el mismo espacio de la intuición de lo verdadero, de ese camino que vale-la-pena, el que se busca y que atisba desde algunas experiencias aisladas. La advocación: lo sagrado de una revolución borbolleante y subterránea conspira desde lugares más puros, un resquicio de inocencia entre el espanto y la ternura, un nivel de la realidad en que una actuación honesta vale más que una exhibición masiva y, se sabe, hay que vencer la timidez conservando el pudor. Ese lugar de la revelación en el encuentro, es el mismo en el escenario como en la cama: el puro amor, la entrega pura. La obra de Brie será entonces el relato de un recorrido que apenas empieza: el advenimiento de la evolución propia, del paso del niño al profesional, del ingenuo al amante, del sacrificado al objeto de sacrificio, del alumno al iluminado.
Tal vez sólo entonces, luego de volver a recorrerse, uno mira hacia atrás buscando responder esa pregunta primera, esa llamada de la propia vocación, con una respuesta absolutamente personal y, por ello, insuficiente como instrumento para lectores en busca de tips vocacionales. Pero tal vez, al menos, al escribirse a sí mismo uno piensa haber dado con su verdad al mirar la propia vida como es; y anhela haber contestado algunas preguntas especulares y ajenas. Éso, más o menos, debe ser lo que uno cree, hasta que, a solas con la memoria, se inspeccione y descubra su tramoya. Entonces, desde la propia vocación, uno sonreirá en silencio y sólo le quedará reconocer que, en medio de tanta verdad despellejada, lo bello de contar cuentos, es que uno acaba por creérselos.

(publicado en la revista Alejandría)

Sobre Teatrales TXT

Se sabe, que todo acto genera una reacción. Todo hacer supone un encuentro, un riesgo, una experiencia, (valga la redundancia) en el término más empírico de la palabra.
La escritura, como ya lo han dicho, no es pues una excepción. Es en sí un hacer y una acción, una causa y un efecto simultáneamente, puesto que lo que engendra existe sólo en sí mismo y en ella. Pero ¿qué pasa cuando nos enfrentamos a un texto cuya naturaleza es precisamente la incompletitud, la potencialidad del acto encarnado en cuerpo (nueva redundancia necesaria)?
“La literatura es virtualidad” dicen los expertos, “teatralidad en potencia”. Así, nos enfrentamos a la creación de un proyecto, la elaboración de mapas, la acción que promueve una acción. El acto de escribir teatro no es otra cosa que geografiar intenciones, proyectar en cuatro ángulos blanquecinos un acontecimiento en semilla.
A pesar de su virtualidad, o, tal vez, precisamente por ella, la tarea del dramaturgo es la de actuar a través de la estructura vacía. Una estructura no por ello inocente; que no deja de ser una hacer múltiple, creador y comprometido.
Así, en estos seis textos, se emprende una acción a la vez emancipatoria y provocadora.

No es casual pues, el hecho de que, en cada obra de una manera distinta, el humor y el acto concreto del asesinato estén relacionados con una herencia que se recibe y se engulle, que se destruye y se transforma: en NuestrO últimO refugiO, sólo se puede llegar al lugar de partida, a la tradición, luego de haberse ahogado en ella variándola hasta el cansancio; Remigio, huyendo de un gran anillo de sal,  reconoce la inexistencia de los padres y a la vez los traiciona y los decepciona, Berta se queda porque se va, Zartustra y Zacarías son cruelmente devorados, Alicia, lejos de la mirada y la palabra ajenas, respira en el silencio vacío y la madre de Beto recibe un llaveinglesazo, el mismo que asesina a la didascalia, a la voz del autor.
Pero este libro, asesinato en serie, no sólo supone el primer paso de una particularidad en los autores, sino también en una creación cuya propuesta estética perfila una nueva dramaturgia en Bolivia. No es casual que se trate también de la primera incursión en este género de la editorial Gente Común. Algo en este acto calibánico, engendra y deviene un obra nueva que inaugura una dramaturgia boliviana particular, una estructura que guarda en su propio vacío una memoria y una marca de las circunstancias que la generan. Habrá que ver pues, desde la simple visión de las páginas de este libro, la pluralidad de formatos, texturas y registros que propone cada una de las obras en particular.     
NuestrO últimO refugiO, sin personajes definidos, nos lleva por una ciudad que es, dentro de todas las posibilidades, una ciudad de La Paz siempre inundada; basta leer con algo de atención para pensarla, entre juego y  juego, como un desborde –de gente, de sangre, de fuego, de agua­­– en el cual los personajes se pierden para encallar en el escenario, ejerciendo el acto de contar: no es casual pues, que una obra ambientada en la ahogada La Paz se construya través de una memoria que se recupera por fragmentos.  
También es la memoria, hecha de varios registros, la que nos cuenta la historia de Remigio: el diario de un preso que ha muerto, grabaciones, recortes de periódico, testimonios, cartas y una declaración policial, nos llevan a un espacio nacido de una frase que formara un cuento de Edmundo Paz Soldán. En Piedras Blancas, cárcel de frontera, no se sabe quiénes son los verdugos y quienes los prisioneros, quién dibuja el Gran Anillo de Sal en el que los caracoles esperan la muerte, soñando poder salir.
Caso contrario es el de Petra Domingo, una de las protagonistas de Buenas Influencias, Bonitos Cadáveres, que se encuentra en el aeropuerto luchando por quedarse, en procura de un helado; a pesar de  “tener este peso de hacer algo donde no se puede hacer nada” como dice Berta, el otro personaje –que se va –. En los parlamentos de las dos mujeres, cuya relación es difícil de definir, se filtran recuerdos dispersos, nostalgias futuras y pasadas, deseos fútiles que esconden profundas razones, nunca dichas en escena. Pero finalmente, a pesar del vaivén y la duda, quedándote o yéndote, “el detalle está en quiénes quieres que te recuerden”.
En un registro muy distinto, aparecen otro par de personajes. Estos, cómplices y complementarios han sobrevivido juntos 2300 años. En medio de infinitas guerras, fiestas psicodélicas, lamentables accidentes y confundidas pasiones, un par de vampiros terminan arribando en Bolivia. En medio de situaciones hilarantes y anécdotas que recorren los siglos, surge la pregunta milenaria que profanos y creyentes se han formulan alguna vez en la vida: “¿Para qué he nacido a esta inmortalidad?” 
  
Di cosas, cosas bien (oh my country is très jolie...) marca, en sus detalles formales, la presencia de un estilo dramatúrgico consolidado: una puntuación particular cuya ubicación en el papel es a la vez una clave y un desafío par quien la ponga en escena. La polifonía en esta obra se hace literal al intercalar discursos que engarzan, en una realidad simultánea y vertiginosa como es nuestro propio país, escenas oníricas y cotidianas, en las que conviven la apariencia y sus abismos; un discurso saturado que pone en evidencia un vacío.
Otro tipo de vacío es pues el que detona Usted me obligó a hacerlo, obra que cierra el libro y pone en extremo el gesto de la emancipación. No sólo será pues la liberación de la de la vida  Beto, cuya madre asfixiante regula y anula hasta los más mínimos detalles, sino la de la propia ficción frente a sus creadores, el teatro que se configura y se des-configura dentro mismo de la escena, la supervivencia del personaje que insiste en no morir en los borradores, el drama existencial de la propia estructura vacía, que delata tanto a la ficción como al propio sujeto.
Así,  las obras aquí presentes, toman sus propias decisiones y ofrecen la cabeza al público, haciendo una venia, subiendo a las tablas del papel impreso, a la vez altar y cadalso. Se aprestan pues, a correr el riesgo de accionar distintos mecanismos, el riesgo de la experiencia compartida, sentido primordial del teatro. 
(texto de presentación del libro)