Hablar de violencia es siempre difícil.
La palabra misma destila la presencia de víctimas y victimarios, de
agravio y necesidad de justicia, de reivindicación. Al lector que se
crea al margen le bastará con recordar por unos segundos algún
episodio en que haya sido víctima de violencia. Es por eso que esta
magistral película de Inclaír Bollaín consigue inquietar a
cualquier espectador.
La película, menciona la directora,
parte de la curiosidad acerca de por qué ciertas mujeres son capaces
de mantenerse diez años o más con parejas que las maltratan.
Astutamente, una cámara íntima y casi subjetiva acompaña a los dos
personajes principales: Pilar (Laia Marull) que acaba de huir
aterrada de casa con su hijo, y Antonio (Luis Tosán), su esposo.
Evitando casi por completo las escenas explícitas de violencia, la
historia se centra en sus efectos, en lo que se rompe en el camino,
en el terror irreversible que producen ciertas acciones, en el
silencio de un niño que casi no habla durante toda la película y la
impotencia de una familia (la de ella) que rodea el conflicto sin
poder comprenderlo ni menos aún solucionarlo.
Si bien es una historia de amor sin
maniqueísmos, tampoco se trata del morbo de quien goza de la
agresión (la típica fantasía de la mujer enamorada de su verdugo)
sino de algo más profundo, más cotidiano, desde un realismo
prosaico, de algo mucho más honesto. Múltiples matices rodean la
historia de esta pareja. Se trata sin duda de dos personas que se han
casado enamoradas y todavía lo están, y sin embargo, no pueden
estar juntas porque no se lo permiten mutuamente.
Sutilmente, a partir de gestos y
situaciones escogidas de una historia completamente verosímil, vemos
cómo el miedo puede anular a alguien por completo. Como dice Simone
Weill “la fuerza es lo que hace de quienquiera que le esté
sometido una cosa”. Lo que Pilar abandona, esconde, trata de
explicar en vano, se convierte en su propia identidad cuando
finalmente decide: “Tengo que verme, no sé quién soy”.
Antonio, un hombre despreciable a primera vista, capaz de anular a
otra persona, por su parte decide hacer algo al respecto, busca
ayuda, comienza a tratar de evitar lastimar a su esposa: vemos en él
a un hombre desesperado, aterrado por la idea de quedarse sin la
mujer que ama, buscando una manera de salvar lo que parece ya haber
perdido.
Como en todos los casos, para poder ver
al otro cada uno lucha contra sí mismo: Antonio debe hacerlo con una
ira acumulada (y completamente comprensible) contra su entorno que
frente a su mujer se torna incontrolable, debe cambiar su sentido
común que no excluye la violencia cotidiana, superar la
imposibilidad de reconocer que se ha equivocado. Pilar (y aquí otro
acierto de la película) como reconoce acusando a su madre, deberá
luchar contra esa imagen que quiere y no puede sostener de la esposa
perfecta, la amante incondicional que no disfruta pero enarbola como
una bandera “su vida de mártir”.
Se trata pues de una película íntima,
subjetiva y franca que usa una vez más dos de nuestros tópicos
favoritos: el amor y la violencia. Además se da el lujo de tocar un
tema de innegable relevancia social y obligarnos a reflexionar sobre
él desde lo más habitual. Sólo en lo que va de este año, en
España han muerto (oficialmente) 36 mujeres víctimas de la
violencia doméstica. Y sabemos perfectamente que no es un problema
aislado. Algo tiene que cambiar en nuestra forma de concebir la
realidad, de juzgarla, de comprenderla; y esa, entre muchas que
corresponden a la definición del arte, es una de las razones que
hacen a esta película indispensable.