5 sept 2014

TAMPOCO ES SUDOKU

“Contiene una mezcla de elementos muy inusuales y elementos muy comunes (…) lo interesante surge del conjunto de las voces superpuestas”
(Alan Curtis, acerca de Gesualdo)


Antonio Vera, crítico y profesor de literatura, visitante borroso y constante de los escenarios paceños, decide intentar desprenderse de sus obsesiones críticas para sumergirse en la cruda intemperie de una literatura sin asideros. Si lo ha conseguido o no, deberá decidirlo el lector. De momento,  presenta su primera novela Tampoco es sudoku junto a los talleres perra gráfica.

Nos enfrentamos a la historia de un enigma, a la manera más clásica de nuestras novelas queridas: un homicidio. Sin embargo, el misterio que en un momento parece ser un reto, acaso un hilo conductor, se difumina, se disgrega, contamina todo el libro: tenemos un asesinato sin cuerpo, una víctima sin nombre (o cuyo nombre, al mismo efecto, es X) ningún asesino aparente y un investigador  involuntario.  Una novela de intriga en la que la búsqueda, el borrador, el intento, van conformando un trayecto que no se mueve precisamente por líneas, sino más bien por estratos, una encima de otra, como los juegos de sudoku que juega uno de los personajes recluido en un manicomnio, sin borrar los borradores .
Recorridos que no son precisamente caminos, “tampoco es sudoku” dice el autor, no se trata de una línea que nos obligue a un resultado, no se trata de resolver, sino de buscar. El lector entonces, transita su propia intriga por distintas vías. En el libro se superponen las anécdotas, los escenarios diversos, las situaciones fuera de lugar. En el intento, se recorre palmo a palmo una ciudad que, en palabras del autor “abre una herida deseante en el que la transita, una herida que te obliga a buscar, a husmear, a sumergirte en la experiencia, por más oscura y sórdida que ésta sea.” 
Historias sueltas, pistas falsas, disfraces cuya máscara esconde a la vez otro disfraz, nos llevan por lugares desolados, salvajes, a la vez cotidianos y difusos. Así conocemos la casa de un guerrillero en medio del monte, una fiesta de prostitutas hirviendo a las 6 de la mañana en algún tugurio paceño y el living de un seudointelectual con el “ambiguo y bien remunerado oficio de consultor”. Las historias, sin tocarse, suceden simultáneamente, acontecen sin ser afectadas por las visita de este investigador que va errante a merced del azar.
Tal vez no se trata entonces de historias como trayectos, sino acaso una serie encuentros aleatorios; sucesos aparentemente fútiles en un momento cualquiera de la vida de alguien, que nos permiten ver condensada toda su historia: toda su fragilidad. Tal vez sea eso lo que propicia que personajes tan disímiles logren en algún momento convertirse en entrañables: eso que apenas atisba en algún lugar de sus cicatrices, lo que no logramos nunca saber de ellos, pero que se nos presenta en toda su crudeza.
De encuentro en encuentro vamos conociendo a los personajes entrevistados y, al mismo tiempo, al esquivo fantasma de X. Junto a estas historias encontramos además las de los manuscritos del desaparecido: historias heroicas, absurdas, bocetos incompletos, apuntes a la mitad, siempre sorprendentes, equivalentes, sin dejar por ello de ser contradictorios.
Tiempos fragmentarios, consecutivos pero desgajados uno de otro, obedecen también a una situación familiar a nuestro ámbito local: la borrachera, a resaca, los dolores, la memoria ambigua, hacen aún más impreciso el escenario en que estos trayectos se van superponiendo. En medio de todo, nos queda la mirada del narrador, su recorrido por los distintos espacios sin juzgarlos, acaso la última trampa de un policial sin acertijos: un investigador que no interpreta, que no tiene la necesidad de llegar  a una conclusión. Algo entonces de todos estos estratos construyen ese desamparo, esa mezcla de recuerdos y situaciones en los que, de alguna manera, a pesar de ser el protagonista, se escapan de las manos del narrador, pues van más allá de sus posibilidades, de su entendimiento. Acaso, como menciona Vera en una entrevista, nuestro narrador trata también de  ir poco a poco arraigándose sin perder esa constante sensación de desarraigo.

Tal vez esa sea, entre todas, la más entrañable historia, la que nos enfrenta a esa sensación de visita por una era bullente e incomprensible, a una ciudad que transitamos sin habitar, acaso pretendiendo casualmente descifrar aquello que, de cualquier modo, nos es ajeno e impenetrable. “Lo que queda es algo irreconocible, que ya no sabe qué es”.  Fiel a su propia naturaleza, Tampoco es Sudoku se encuentra actualmente agotada, dejando a los lectores en suspenso, a la espera de una decisión editorial que permita su pronta difusión masiva. Sin embargo, anda encontrando también sus propios caminos, escondida en esos meandros entre literatura y realidad por donde se cuela casualmente en las bibliotecas de fisgones y aficionados (afortunada, entre ellos, quien escribe). Hasta entonces, curiosidad y paciencia.  

(Publicado en la revista "Piedra de agua" Número 7)

1 sept 2014

Mariposa nocturna -y otros cuentos-

Mariposa Nocturna –y otros cuentos- es la muestra del VII Concurso Nacional de Cuento Adela Zamudio, versión 2013.  Este concurso se convoca en la ciudad de Cochabamba desde el 2006 y se realiza para apoyar la difusión de escritores de mucha o poca trayectoria, promoviendo la producción literaria en nuestro medio. En esta oportunidad, los jurados del concurso fueron Jackelinne Mejía (gestora cultural),  David Mondaca (escritor y director de teatro) y los escritores Miguel Esquirol, Mariana Ruiz,  y Giovanna Rivero.
El libro, formado por 6 cuentos, incluye los textos finalistas del concurso, escritos por Rodrigo Delgado, Eunis Carla Mamani, Aldo Medinaceli, Claudia Andrea Michel y Teresa Contanza Rodríguez.  El relato ganador pertenece Rodrigo Urquiola, quien ya había sido finalista en anteriores versiones, en las que fueron publicados sus cuentos Conversación en el desierto (2011) y La montaña enterrada (2012).
Al leer el libro, salta a la vista la presencia  de estilos, propuestas y estéticas completamente disímiles. Lejos de ser una desventaja (salvo, tal vez, para el jurado) esta variedad da cuenta de una época en que las voces se multiplican, relatan una historia desde sí mismas  planteando su propia experiencia, sin dejar por ello, de hacerlo desde  una mirada  abiertamente boliviana.
Tal vez, una de las marcas de época más claras en todos los relatos es la definitiva fragmentación del tiempo: la circularidad casi espiralada de Mariposa nocturna, contrasta con las fragmentadas escenas del cuento policial La desaparición de Saturnino Paxi, y las dilatadas escenas en Los Versos Avernales de los Dioses Internos lo que llega a un extremo inesperado en el relato subjetivo de una psicótica en Presa del instante. No existe pues, en el libro como en la realidad, una historia que comience en un punto para dirigirse lineal e ininterrumpidamente a otro. El lector se enfrenta a los vacíos, los gestos silenciosos, el misterio,  la angustiosa mirada de quien se descubre espiando una vida que, a la escritura como al lector, le es ajena; por lo que no siempre serán resueltas todas las astillas que ese silencio carga en su fragmentación.
Sin embargo, los lugares visitados no son extraños ni abstractos, sino, por el contrario, pertenecen a la cotidianidad del ámbito boliviano, espacios familiares, cercanos, locales.  Estos, aun cuando describen montañas inmensas, dan cuenta de experiencias mínimas, casi inadvertidas en su trascendental y única forma de ser íntimas: algo que sucede una tarde bajo el naranjal de una anciana o en un cine de barrio, en la puerta de un colegio o en la de la casa de una abuelita, igual a cualquier abuelita, que recibe a sus nietos después de una escena de violencia familiar, acaso más cotidiana en nuestro entorno de lo que cualquiera de nosotros desearía.  Y es que el misterio, lo silencioso, no están exentos del día a día, de lo común, de lo que a diario, frente a nosotros, transcurre a nuestra costa y a nuestro pesar. Grandes historias implican entonces situaciones elementales, ficciones cercanas a la crónica donde lo extraordinario es lo que sucede todo el tiempo: así la historia de un guardia de seguridad, la de un poeta digno del paraninfo de la UMSA, la de un funcionario anónimo perdido en el laberinto de un caserón burocrático y clandestino, la de un cocinero de comida criolla con problemas conyugales, la de una viejita y su empleada, la de dos amigos de barrio que se juntan, acaso acorralados por su propia soledad.
Es a través de estas historias que se despliegan también los lenguajes, la propuesta única y definida de cada uno de estos escritores (en ciernes y no tanto) que se atreven a explorar caminos conocidos con pasos nuevos: Junto al extremo simbolismo de la historia del Cóndor de los Andes, la historia austera e intimista (diré intentando esquivar el odioso adjetivo “cortazariana”) de dos amigos circunstanciales; y al lado de la introspección barroca a un conventillo que vive de sí mismo, el brutal monólogo interior de una asesina en serie.

Si bien los concursos no son, necesariamente, una muestra completa de lo que significa la escritura de un momento en la historia, nos pueden mostrar en cambio qué es lo que de un pasado se ha quedado resonando, mostrar ciertos síntomas que el lenguaje permea, hacer de ciertas promesas y ciertas nostalgias la manifestación de una experiencia en particular. Habrá que pensar entonces, más allá de criticar como quien hace con un concurso de miss universo, qué de esta pluralidad y de esta intimidad que bulle caótica en nuestro lenguaje cotidiano nos ayuda a entender un poco más de hacia dónde se dirige nuestro propio discurso.

(Publicado en la revista "Piedra de Agua" Nº6)

AMAGMA

¿Cómo tocar, de forma nueva, un tema que es tal vez, el único tema que se ha tocado hasta hoy? ¿Cómo y por qué se junta un grupo de  nueve jóvenes bailarines para hablar de lo mismo? ¿Cómo no hablar de amor? ¿Cómo decir?
A mi lado, una chica de unos  15 años, no es “público educado”: no ha asistido a espectáculos minados de silencio, no ha sido obligada (sea  ventaja o no) a inmovilizarse frente a lo que está viendo.  “Han ensayado mucho para hacer esto ¿no?”, grita. Soy la primera en lanzarle una mirada severa. Ella no se inmuta, y, resignada, me voy dejando llevar por sus preguntas .
Amagma: cuerpos vivos, en movimiento, ardiendo, latiendo, tocando, consumiendo la experiencia del amor en bullicio, en emergencia. Una sucesión de imágenes  a la vez claras y conmovedoras de lo que envuelve, esconde, delata el amor.
Un escenario vacío donde son los cuerpos en sí  los que forman, deshacen, transforman la imagen. Vestuario sin codificación explícita, ropa neutra  ─a salvo, incluso, de expresar neutralidad con un extenuante blanco o negro cerrado─ donde sólo es permitido lo necesario, que (gajes del  tema) no por ello deja de ser excesivo.
 “¿Por qué se tocan así?”
Bulle también la música: es a la vez grito gutural de los primeros seres que se necesitan y la burbuja en el magma; lo más nuevo y lo más antiguo en esa mezcla indefinible de situaciones, cuerpos diciendo, mostrando, exponiéndose a sí mismos en situación de cuerpos amantes.
La vergüenza, el amor a solas, el amante de una noche, los muchos amantes de una noche, el terror, la soledad. El amor de una mirada, de lejanía, de ensueño, esfumándose en la sombra de un recuerdo mal contado.
 “¿Qué es lo que señalan con su cuerpo?”

Ese  amor a medias, el hasta ahí, el masomenos, el casi que nos deja suspendidos sin llegar a entender del todo. El beso que se hace mordida. El sí al lado del no, en una imposición imposible,  en una disociación inevitable. El amor que quería ser, pero no pudo.
“¿Y eso qué quiere decir?”
¿Qué quiere decir?
Finalmente, un silencio cerrado, sólo la música, la imagen, la enorme melancolía de reconocerse único e idéntico a la colectividad. Dos cuerpos que son uno solo, (“complementarios” dirán las directoras) dos que caminan al mismo paso, por primera vez.
Tal vez, uno de los grandes aciertos del arte contemporáneo sea no responder a esas preguntas que mi compañera de asiento y yo nos hacemos simultáneamente. Y sin embargo allí siguen, latiendo, en la misma sala y a escasos centímetros de nuestra perplejidad.
Ganas de bailar, de reír de llorar, de abrazar. No queda otra que salir corriendo a escribir esta reseña, para poder seguir la noche en paz, contemplando ese amor que no descansa nunca, que sigue ahí, royendo, empujando, inspirando, desvaneciendo, lacerando, acariciando, haciendo y deshaciendo al amor.


* Proyecto Wayruru: Es un programa de educación alternativa creado el 2009 con el apoyo de ICCO, consiste en formación artística y desarrollo personal para jóvenes adolescentes de escasos recursos. Algunos participantes decidieron conformarse como grupo y con el tiempo nuevos integrantes se han ido incorporando. Los jóvenes están capacitados para ser formadores. Las obras se han presentado varias veces en colegios fiscales y particulares y en distintos espacios públicos de la ciudad de La Paz y El Alto.

(Publicado en la revista "Piedra de Agua" Nº4)

Los Mercaderes del Che


Publicado por la editorial El Cuervo en 2012 y reeditada recientemente por Libros del K.O., este libro reúne 14 textos de Álex Ayala. “Español de nacimiento y boliviano de corazón”, Ayala ha publicado en varios periódicos, semanarios y revistas de Bolivia y otros países, gracias a lo cual ganado varios premios entre los que se encuentra el Premio Rey de España de Periodismo del 2011.

Si pensamos que nueve años están plasmados en sus páginas (muchos de los textos datan, por ejemplo, del 2008) se puede llegar a la conclusión equivocada de estar ante relatos periodísticos desactualizados. Sin embargo, al verse frente al libro, salta a la vista la excepción que le da a la crónica su valor extra periodístico, aquel que la ha puesto al lado de la historia, aunque más cercana a la literatura, y que define primordialmente al cronista no como un historiador, ni un periodista —su oficio es más antiguo que los géneros— sino como un registrador. La crónica no tiene un tiempo, no tiene una duración, no termina en el acontecimiento, sino que empieza en él: en lo inaudito de un sobreviviente de guerras que vive de la selva en pleno siglo XXI, en un saxofonista sin saxo, en un investigador pidiéndole ayuda a una calavera en su escritorio, en un escritor que, entre la vida y el alcohol, escoge en alcohol. Una crónica no muere en la noticia, lo dice el propio autor “se suele convertir, si está bien hecha, en un objeto coleccionable”.

El cronista entonces no es un cazador de primicias, sino, como se entendía en un principio, un coleccionista de historias reales, un testigo. Un comunicador en el sentido más puro de la palabra. Tiene mucho, también, de trovador, de cineasta. Captura las historias y las transmite a través de sus imágenes más íntimas: en su rigurosa verdad, las menos protagónicas.


A saber: Dios está en los detalles; diseminado en ellos, habrá de ser rescatado por los oídos, los ojos, el olfato de Ayala, para ser capturado en imágenes aparentemente intrascendentes. En cada una de estas imágenes es precisamente lo que no ocurre lo que imprime esa melancolía de lo fallido: es el hijo de la enfermera del Che incomodándose sin decir palabra mientras ella recita su letanía de memoria, son las mujeres viendo telenovelas cuando afuera se están matando en el Tinku de ese año, es la espalda de la Diseñadora Beatriz Canedo luego de apartar de sus labios el nombre del sastre Sillerico. Es lo que el adjetivo no alcanza, lo que magistralmente bordea el argumento de cada una de las crónicas en este libro.

En sus textos, Ayala nos conduce de la mano hacia lo que ha visto sin revelarlo nunca, como uno de esos maestros a los que siempre estaremos agradecidos por no habernos enseñado nada. Dirá Salcedo: “en sus manos la historia siempre va mucho más allá de la trama que cuenta, porque él sabe encontrar su significado oculto”. Significado que, de todas formas, permanece escondido a la luz de los lectores, que hallarán o no una respuesta personal a ese misterio.

Esto, contrario a lo esperable, no puede estar más alejado de la imparcialidad. Los textos, si bien muestran hechos concretos, son subjetivos en la medida en que no se trata de hechos abstractos, sino de experiencias reales. “Siempre pienso que lo que me sorprende y conmueve a mí, puede sorprender y conmover a los demás”, dice Álex en una entrevista. Es capaz de reconocer, por ejemplo, más allá de la historia del Che, a sus mercaderes, a quienes han vivido en carne propia una historia que tiene menos que ver con las revoluciones que con sus incapacidades, sus insuficiencias, sus (in)consecuencias; detalles que no juzga por completo ni deja pasar desapercibidos.

Y es que la mirada del cronista es su camino, su recorrido. Ayala se traslada del medio de la selva a una cárcel en Sucre, de los recovecos paceños al Vedado en la Habana. Y desde ahí, con todo lo andado, puede imaginar a los presos de Bolivia sentados a sus anchas en el Royal Albert Hall de Londres, o comparar el “enjambre de cables” en el edificio del sastre presidencial con los escaparates de Nueva York sin usar un tono didáctico ni pretencioso; apenas fragmentos de una misma mirada. “La consigna es: no aburrir, entretener, desengañar.” La no-ficción tiene pues, en primera instancia, la difícil quimera de decir la verdad.
(Publicado en la revista "Piedra de Agua" Nº3)