9 ago 2015

Rizoma o el consuelo de lo absoluto


“No obra de inmediato, como otras formas de virus,
esos fantasmas variables, pero estructurados,
sino de manera rizomática, lo que al parecer está evitando su aislamiento,
porque cada enfermo se convierte en el centro de una nueva infección”

(Carlos Yushimito)






La editorial Perra Gráfica, sigue dándose (y dándonos) el lujo de sacar ediciones limitadas, libros que son a la vez objeto de colección (de diseño único a cargo de artistas plásticos) y de perplejidad ante la posibilidad del lenguaje de renovarse, contaminarse, multiplicarse, destrozarse para surgir de sí mismo una y otra vez. Es esa precisamente, la sensación que se tiene al leer este libro de Carlos Yushimito,  peruano catalogado el 2010 como uno de los mejores escritores hispanohablantes menores de 35 años por la revista británica Granta, junto a Alejandro Zambra y Samantha Schweblin, entre otros.
Daniela Rico, Ilustradora de Rizoma
Es precisamente este lenguaje, que se reproduce y se trastorna constantemente, uno de los ejes centrales de la crítica hacia este escritor. Sus palabras parecen seguir el hilo de los pensamientos de sus personajes hasta el límite del desconcierto, donde los significados se quedan sin interpretar, el lugar donde el instinto, la percepción, terminan por abolir todo intento de lógica.  El hombre solo creó, de una oxidación semejante, el fuego, símbolo al mismo tiempo de la cultura y de la aniquilación. No se trata sin embargo de un horror vacui al estilo de nuestros entrañables escritores barrocos, acaso todo lo contrario: su escritura defiende la austeridad de decir lo estrictamente necesario, cuando lo necesario se encuentra en la palabra y la imagen gastadas ya de sí mismas, cargadas, pero a la vez libres de toda posibilidad de simbolización.
Y es que, en la filigrana de sus palabras,  las correspondencias entre memoria y realidad, entre sueño y decisión, entre lo planificado y lo aleatorio, hacen que los personajes de Yushimito conserven esa sensación de indefensión, de inevitable deriva frente al signo que los sobrepasa.
Tal vez esa sea la razón por la que el autor decide armar esta antología con tres relatos que anuncian una destrucción absoluta. Acaso toda abyección, toda monstruosidad, sean en sí mismas “infecciones”: síntomas de un final que germina en el sentido de su propia existencia. Tenemos entonces tres historias compartiendo el espacio de un libro, puestas así en relación de unidad y de contraste.
La primera, que da título a la antología, cuenta la aparición de los cinocéfalos (hombres con cabeza de perro) a raíz de la alteración molecular gastronómica. El evitar la descomposición, el natural descenso hacia la nada, provoca este desvarío del hambre, la antropofagia donde todo se vuelve indiferenciado, dejando atrás para siempre los claros estratos y las imposturas inevitables, acaso sólo otra manera de roerse el uno al otro, otra versión del mismo canibalismo donde el hambre es la única realidad en la que todo terminará por subsumirse. Al mismo tiempo una mirada al evidente instinto caníbal con que inicia nuestro siglo insaciable y, si aún es posible, también una advertencia: hay algo definitivamente equivocado, antinatural y monstruoso en vadear el vacío. 
Presentación del libro en Librería Sur, Perú
El segundo relato, Los bosques tienen sus propias puertas revela la aberración de otro tipo de realidad, acaso menos distópica, menos globalizada, pero no por ello menos monstruosa. Durante toda la narración existe una tensión constante, un peso indefinible en lo que sueña, lo que percibe y lo que calla Zoe, la protagonista de esta historia que parece estar siempre viviendo el preludio a un glorioso asesinato que nunca parece consumarse.  Como si estuviera a la entrada de un bosque, y esas vidas no fueran más que un grupo de niñas asustadizas que no quisieran abandonarla ni seguir avanzando con ella. Zoe es una muchacha de pueblo, que nunca ha descubierto su feminidad, encerrada en sus propias puertas, que vive con su abuelo recordando al hermano muerto, mirando con un horror quieto, untuoso, pasar la vida donde siempre es otro el protagonista. La mirada de Zoe en esta historia que prescinde de la ciencia ficción de las otras dos, nos revela lo inmensamente violenta que puede ser una vida apacible. Los sueños y las situaciones que bordean la irrealidad nos muestran esta incomodidad permanente, en escenas dignas de Lynch que, de cualquier forma, podrían ser auténticas anécdotas. Todo está, todo sucede y es monstruosamente real. La única redención posible queda allá, en el horizonte, donde el fuego lame el futuro haciendo al fin posible lo que nunca habrá existido en verdad.

Finalmente, los que esperan, nos muestra a dos “cazadores de montruos” que pretenden leer en lo más literal y crudo del cuerpo, en la deformidad encarnada en él, la fisura del mundo por la que se asoma su inevitable final. O dígame usted, ¿qué cree que es el cáncer si no otro tipo de monstruosidad invisible que deforma la esencia del hombre? (…) Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos. A través de sus artículos, que relacionan hecatombes naturales con malformaciones genéticas, le devuelven la esperanza a ese mundo quieto, estacionado en su verdadera imperfección.
La esperanza cifrada no, como podría esperarse, en una cura o una salvación –que en efecto parece asomarse en algún momento, quitándole toda alegría a los lectores- sino más bien en ese final que salve al universo del absurdo de tener que pelear contra el caos todos los días, ser responsables de una vida inmerecida, construir sobre las ruinas unas nuevas.

Tal vez ese sea entonces el delicado hilo que sutura estos tres relatos disímiles en una sola antología: esa ficción redentora donde se hace posible, finalmente un aniquilamiento concluyente, donde algo puede ser, por una sola y definitiva vez, una totalidad. Esto porque donde hay un absoluto, existe, al fin, una verdad. En lo definitivo, el sufrimiento puede tener un sentido, confluir en algún lugar donde ya no se intercambien ni se precisen las categorías de lo justo y lo injusto, de lo viejo y lo nuevo, de lo necesario y el excedente; en él se hace posible esa lección aprendida, ese estrago definitivo que aniquile las cosas para ponerlas en su sitio, devolverlas a su completa e impasible nada.




EN TRÁNSITO (para la presentación de “La indiferencia de los patos” de Benjamín Chávez)

“Un idioma cambiante para cosas cambiantes”
 Auden, 1929

Corre mayo del 2015. Con la herida reciente de una pérdida en común, más silenciosos que otras veces, nos sentamos a tomar una cerveza en el café de costumbre, y poco a poco la conversación se aligera: escuchamos un par de canciones, un par de chistes, nos ponemos al día de los últimos eventos. "Te cuento que me metí en una travesura", dice mirando su chela como si me hablara del clima, "he escrito una novela". Lo demás es imaginable. Y aquí me tienen, agradecida y a un par de mesesitos de distancia, con la feliz tarea de presentarla.
Yendo a lo que vinimos.
La novela comienza con una mujer, sin edad definida, en el momento clave en el que emprende un viaje urgente, una mujer que anda huyendo o en busca de algo, que en ambos casos parece ser ella misma. Todo indica que pronto sabremos a dónde va, de dónde viene, sus medidas, su fisonomía, y estaremos prontos a juzgar si estamos de acuerdo con ella. Pero es una trampa. El momento en que la encontramos no es, como podría deducirse en primera instancia, un acertijo sobre el que desplegaremos el pasado y el futuro de una historia lineal a partir de pedacitos dispersos.
Se trata mas bien de transitar. Comenzar intuyendo esa trillada road movie de superación, que de pronto se interrumpe en medio camino, desbaratada por la ironía de la propia protagonista para convertirse en algo completamente distinto. Pasar entonces por la novela escuchando el ruido de un par de rueditas de maleta, y resignarse a viajar hacia un lugar incierto, cuando el destino es el viaje en sí mismo. Benjamín escoge para su libro un tono breve y contemplativo. Sin embargo, esta contemplación nada tiene que ver con la quietud. La novela discurre precisamente sobre aquello que escapa a toda contemplación: el movimiento hilaron y constante, acaso, como aquel paisaje que ondula “suavemente como un líquido petrificado en el instante en que lo acariciara una brisa glacial.”
El lenguaje de esta mujer, que oscila entre un humor fresco y elegante y ciertas referencias que nos delatan a una inevitable lectora, no trata de dibujar un personaje más allá del que se muestra desde las primeras páginas: no es una información concentrada, sino una imagen, (¿por qué no?) cinematográfica cuya cinta corre junto a nuestra mirada de lectores, que la acompaña de manera fluida sin evitar por ello la intriga, como esa maletita “dispuesta a que la llevase, o quizás sea mejor decir que estaba dispuesta a lo que viniese.”
Al paso de sus pies incansables vamos conociendo a esta mujer, acompañamos su paso silencioso por el abismal laberinto de una intemperie invariable, paisaje andino donde se confunden los puntos cardinales y los de la memoria, que es apenas un celaje dentro de una percepción consciente y constante, de una voluntad que jala, conduce y guía la lectura hacia lugares que ella misma desconoce. Con el paso de las hojas vamos conociendo y encariñándonos con esta mujer que, abrigada en lo más dulce de la empatía, deja de ser un personaje a descifrar y se convierte en una situación, un permanente presente que acompañar en un momento de bisagra.
Se trata entonces de un viaje en espirales, sin norte, acaso hacia un centro que no existe.
Si queremos recrear el viaje, trazar un itinerario, el único posible será el de la percepción de esta mujer en cuyos sueños, recuerdos sueltos e ideas nos hemos ido ovillando a través de páginas siempre en camino, siempre en mutación.
En medio de aquel desamparo, que es a la vez una ignorada afirmación de su propia fuerza, nuestra narradora conoce distintos personajes. Muchos encuentros breves de hostilidad intrascendente. Los más, de amabilidad y acogimiento en momentos cuya intimidad es siempre aquella de los desconocidos, donde el encuentro no se realiza en la palabra, en el tacto, sino apenas en la mirada. El guardia de la tranca, Doña Ana y su comadre, el evangelista, los dos Aparicios… apariciones en medio del camino que la salvan de una indefensión ante lo enorme del paisaje, pero no así de su inevitable soledad, que ella vive con esa honestidad que trae la presencia constante de un pensamiento que nunca se estanca.
En el camino, como suele pasar, esta mujer encuentra múltiples respuestas. Pero tampoco se trata de un relato heroico, y así  las respuestas no son escuchadas o comprendidas, se llevan apenas como un amuleto, como un hilo suelto que podrá o no ser hilado en un futuro que nuestra mirada desconoce. Habitante de ese vacío, mirando de frente ese abismo que puede ser el cielo desde las montañas, en la totalidad que conforma como quien no lo sabe, nuestra narradora no se detiene en soluciones simples, no se enfrasca en respuestas aliviadoras ni se regodea en un dolor que, tanto los lectores como las personas que conoce en el camino, intuimos apenas.
En este encuentro, además de las personas, o mas bien, en ellas, están los patos. Los patos que le dan título y sentido al libro. De seguro hay más, pero son tres las lagunas encontradas en este tránsito inicial de lectura. Los patos de Doña Ana, los de Auden y los de Rilke, brevemente constelados en su actitud de patos. Me explico:

Al llegar al primer pueblito, anoticiada de un bloqueo, la protagonista cae en custodia de Doña Ana, que, en su enorme hábitat surtido de animales, convive con y vive de ellos.

Pero nada era comparable al escándalo que armaban los patos. Eran muchos y tenían para sí una especie de playa privada en medio de aquel patio bíblico, desde donde se zambullían en su propia laguna. Y ese era todo su universo. Un poco de agua estancada en medio de una confusión mayor.

Son los mismos patos, que en el epílogo hipotético, observa Rilke desde la cita escogida por el autor:

Los astutos animales advierten ya que no estamos muy confiados y como en casa en el mundo interpretado. 

Finalmente los de Auden,

Reclinado en un parapeto de la bahía,
Mirando una colonia de patos más abajo
Recostarse, atildarse y dormir en pilares

O remar muy derechos en el agua irisada,
 Atrapando al azar una brizna que pasa.

Les parece que el sol es lujo suficiente,

La sombra no conocen del extranjero nostálgico
Ni la ansiedad del crecimiento interrumpido.

Los fragmentos hablan por sí solos. Los patos se manifiestan, entonces, en esa actitud tan humana, tan limitada a su propio escándalo, donde ignorar no es un atributo de simple ignorancia, sino de deliberada indiferencia, limitada al espacio de la propia realidad, de la propia mente, acaso del transitar único que cada personaje tiene en su irrebatible protagonismo. Algo en esa indiferencia, ilumina el momento de toda la novela. La quietud y el aisalmiento en una circunstancia histórica definitiva. Definitiva en los libros de historia, en los cambios de momento, como en la vida de nuestra protagonista que, como un pato más, se deja transcurrir, impulsada por sus propias ruedas de maletita de viaje, ajena a todo lo que la rodea y la sobrepasa.


Sin duda una novela que todavía dará mucho por decir. Agradecida por la alegría de poder estrenarla, los invito a conocerla, a descubrirla, a emprender ese camino en procura, quién sabe, si de huir o de encontrarse.