21 jun 2010

Sobre "La vocación" de César Brie



La autobiografía: ¿Ficción desenmascarada, de Madame Bovary a un crudo moi c’est moi en carne viva? ¿Cuál su sentido último más allá del ego, la posteridad, el regodeo en la propia fama? ¿Qué le hace pensar a uno que en su propia vida tiene algo nuevo, algo importante que decir?


Tal vez lo que obliga a escribir sobre su vida real y concreta, lo que genera esa urgencia de hacer público lo íntimo, no esté tan alejado del sentido de la ficción. Quizás, se trata de buscar una respuesta a partir del recorrido; desandar las arenosas huellas de una memoria partiendo de esa pregunta concreta, a priori simple: cuál el sentido y el faro (la Alejandría) que justifique la propia senda y, tal vez, la de algún lector que apenas empieza a quitarse los zapatos para seguirla.
Así, César Brie en su autobiografía, pudoroso, cambia el nombre a los personajes trascendentales de los primeros veinte años de su vida –aunque (¿error de edición?) algunos nombres reales se filtren a momentos- y, para no quedarse atrás (o adelante, si se toma en cuenta el des-recorrido de toda biografía) narra los hechos desde su segundo nombre, prácticamente ignorado en los ámbitos en que se mueve: Miguel. Comienza pues la evocación: a través de distintas anécdotas, conocemos la adolescencia de un argentino de la sobreviviente clase media intelectual, los primeros atisbos y las sentencias definitivas aprendidas por alguien que todavía no es actor.
Algo, sin embargo, de la fatalidad, se anuncia en cada coincidencia. César leído por César, profetiza el anuncio de una muerte que genera todo el resto de su vida: su padre agonizando en la escritura, vanamente perpetuado en el momento de su extinción. Habrá sido tal vez, entre las respuestas encontradas, ésa la fatal determinante de la continua equivocación: una orfandad primordial que lo lleva a buscar en distintos maestros al Gurú/padre caído: los falsos ídolos y los dolores de estómago, la austeridad reconocida ahora como inútil, la miseria voluntaria, el trabajo a costa de la salud, la “lucha” por una causa más cercana al make up que a la revolución. Errores, al releerse, reconocidos, perdonados, embadurnados de un arrepentimiento (como todos) tardío.
Vida y obra, son en Brie una suerte de espacios alimentados mutuamente por ósmosis y militancia, los conflictos típicos del adolescente escenificados en circunstancias adversas, atravesados a la vez por un conflicto general: la realidad insoslayable de un país dominado por la dictadura, el lugar donde existieron los que ya no existen ni como ausencia. La invocación: la vuelta, a través de la escritura, de los desaparecidos; esa extraña complicidad con los silenciosos y los torturados; la certeza de quien huyó para salvarse y no se ha salvado, puesto que la sinfonía del dolor está compuesta de esos elementos: silencio, aire insuficiente, imperceptibles suspiros, gestos que nadie ve.
Ahí es precisamente donde Brie plasma los primeros signos de las grandes historias. Sutilezas que provocan, que causan, que desembocan en decisiones existenciales. Esta adolescencia de descubrimiento y desgarre, iniciática como todas, no podrá, pues,  quedar al margen de la provocación: desde una charla entre dos hermanos, hasta una cama de dominio público; la caricia tosca, la mano fría y desnuda de un hombre fuerte y aterrador, una vieja rica en tiempos de escasez, el hilo de saliva entre grito ahogado y silencio vergonzoso; todo en un mismo sitio: el ejercicio del poder sobre un cuerpo que comparten el que penetra y el que dirige una obra, la revelación de que los grupos de teatro son también eslabones lubrificados con la grasa del deseo.
Entre estos espasmos, detallada y crudamente descritos, cabe, no obstante, el amor verdadero, ése que vuelve a Miguel torpe y obnubilado, tímido y de voz quebrada. El lugar que habita el amor es el mismo espacio de la intuición de lo verdadero, de ese camino que vale-la-pena, el que se busca y que atisba desde algunas experiencias aisladas. La advocación: lo sagrado de una revolución borbolleante y subterránea conspira desde lugares más puros, un resquicio de inocencia entre el espanto y la ternura, un nivel de la realidad en que una actuación honesta vale más que una exhibición masiva y, se sabe, hay que vencer la timidez conservando el pudor. Ese lugar de la revelación en el encuentro, es el mismo en el escenario como en la cama: el puro amor, la entrega pura. La obra de Brie será entonces el relato de un recorrido que apenas empieza: el advenimiento de la evolución propia, del paso del niño al profesional, del ingenuo al amante, del sacrificado al objeto de sacrificio, del alumno al iluminado.
Tal vez sólo entonces, luego de volver a recorrerse, uno mira hacia atrás buscando responder esa pregunta primera, esa llamada de la propia vocación, con una respuesta absolutamente personal y, por ello, insuficiente como instrumento para lectores en busca de tips vocacionales. Pero tal vez, al menos, al escribirse a sí mismo uno piensa haber dado con su verdad al mirar la propia vida como es; y anhela haber contestado algunas preguntas especulares y ajenas. Éso, más o menos, debe ser lo que uno cree, hasta que, a solas con la memoria, se inspeccione y descubra su tramoya. Entonces, desde la propia vocación, uno sonreirá en silencio y sólo le quedará reconocer que, en medio de tanta verdad despellejada, lo bello de contar cuentos, es que uno acaba por creérselos.

(publicado en la revista Alejandría)

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