La autobiografía: ¿Ficción desenmascarada, de Madame Bovary a un crudo moi c’est moi en carne viva? ¿Cuál su sentido último más allá del ego, la posteridad, el regodeo en la propia fama? ¿Qué le hace pensar a uno que en su propia vida tiene algo nuevo, algo importante que decir?
Tal vez lo que obliga a escribir sobre su vida real y concreta, lo que genera esa urgencia de hacer público lo íntimo, no esté tan alejado del sentido de la ficción. Quizás, se trata de buscar una respuesta a partir del recorrido; desandar las arenosas huellas de una memoria partiendo de esa pregunta concreta, a priori simple: cuál el sentido y el faro (la Alejandría ) que justifique la propia senda y, tal vez, la de algún lector que apenas empieza a quitarse los zapatos para seguirla.
Así, César Brie en su autobiografía, pudoroso, cambia el nombre a los personajes trascendentales de los primeros veinte años de su vida –aunque (¿error de edición?) algunos nombres reales se filtren a momentos- y, para no quedarse atrás (o adelante, si se toma en cuenta el des-recorrido de toda biografía) narra los hechos desde su segundo nombre, prácticamente ignorado en los ámbitos en que se mueve: Miguel. Comienza pues la evocación: a través de distintas anécdotas, conocemos la adolescencia de un argentino de la sobreviviente clase media intelectual, los primeros atisbos y las sentencias definitivas aprendidas por alguien que todavía no es actor.
Algo, sin embargo, de la fatalidad, se anuncia en cada coincidencia. César leído por César, profetiza el anuncio de una muerte que genera todo el resto de su vida: su padre agonizando en la escritura, vanamente perpetuado en el momento de su extinción. Habrá sido tal vez, entre las respuestas encontradas, ésa la fatal determinante de la continua equivocación: una orfandad primordial que lo lleva a buscar en distintos maestros al Gurú/padre caído: los falsos ídolos y los dolores de estómago, la austeridad reconocida ahora como inútil, la miseria voluntaria, el trabajo a costa de la salud, la “lucha” por una causa más cercana al make up que a la revolución. Errores, al releerse, reconocidos, perdonados, embadurnados de un arrepentimiento (como todos) tardío.
Vida y obra, son en Brie una suerte de espacios alimentados mutuamente por ósmosis y militancia, los conflictos típicos del adolescente escenificados en circunstancias adversas, atravesados a la vez por un conflicto general: la realidad insoslayable de un país dominado por la dictadura, el lugar donde existieron los que ya no existen ni como ausencia. La invocación: la vuelta, a través de la escritura, de los desaparecidos; esa extraña complicidad con los silenciosos y los torturados; la certeza de quien huyó para salvarse y no se ha salvado, puesto que la sinfonía del dolor está compuesta de esos elementos: silencio, aire insuficiente, imperceptibles suspiros, gestos que nadie ve.
Ahí es precisamente donde Brie plasma los primeros signos de las grandes historias. Sutilezas que provocan, que causan, que desembocan en decisiones existenciales. Esta adolescencia de descubrimiento y desgarre, iniciática como todas, no podrá, pues, quedar al margen de la provocación: desde una charla entre dos hermanos, hasta una cama de dominio público; la caricia tosca, la mano fría y desnuda de un hombre fuerte y aterrador, una vieja rica en tiempos de escasez, el hilo de saliva entre grito ahogado y silencio vergonzoso; todo en un mismo sitio: el ejercicio del poder sobre un cuerpo que comparten el que penetra y el que dirige una obra, la revelación de que los grupos de teatro son también eslabones lubrificados con la grasa del deseo.
(publicado en la revista Alejandría)
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