21 jun 2010

Un mero fragmento de angustia

“Sé entonces lo que
es el presente, ese tiempo difícil:
un mero fragmento de angustia”
Roland Barthes


El libro llega a mis manos de la forma menos afortunada: apenas abro la primera página sé que tengo que decir algo, que puedo leerlo antes que muchos, que está aquí, en mis manos, por cierta confianza que me ha delegado alguien que casi no conozco. Comienzo con los viejos trucos de taxidermia literaria pero se declaran obsoletos a las tres páginas. Busco constelaciones, sigo líneas, devenires, trato en vano de establecer lecturas. Termino con una caja de clínex y un silencio desesperante: página en blanco, la fecha se acerca, el editor pregunta, espera, presiona. Me presentan al autor. “tu novela me trae problemas” le digo. “¿Cuál novela?, ¿mi libro de cuentos?” responde.

Desencuentros. Ahí la sensación concreta, ahí la palabra que anduve buscando. De eso se trata. Intimidades que no por primera vez me otorgan una confianza no correspondida por personas que adopto en lo más íntimo de una coincidencia ficticia.
Empezar, tal vez, aprovechando, sobre la ambigüedad genérica, sobre la imposibilidad de decir algo acerca de este texto que me abisma. Trillado, poco interesante, angustioso. A nadie le interesan mis reacciones, hablar del libro, del libro. Alguien tendrá que hablar por mí entonces: me busco un teórico, escojo una cita, una imagen, metáfora que abarque…fracaso de nuevo.
Y sin embargo está ahí, atravesado, constante, recurrente.
Dejo de buscar asideros. Saltan Barthes y el Ikebana: lo que importa no son las flores, sino el espacio de aire entre tallo y tallo. Un libro que habla desde su silencio acaso estará condenado a repetirse. Me resigno. Cito:
“¿Cómo escribir un diario íntimo estando hastiado de la subjetividad?” Algo se establece desde ese primer quiebre, una fisura, una escritura cuyo motor inicial es el hastío de ese yo tan hermético y tan firmemente asumido, tan desdibujado e insuficiente en el momento de mirar al otro. Una “anatomía de la soledad”, dirá Casas acercándose a la sensación de algo que es parte misma del cuerpo, constitutiva e irreversible, imposible de abandonar a pesar de toda errancia. Ahí la intimidad más opaca y más evidente, en ese silencio entre mirada y palabra cuyo significado escapa a cualquier subjetividad. Mirada, en los textos de Diario,  que es en gran medida el producto de una memoria única en cada personaje.
Como si toda vivencia dejara una huella, están “todas las cosas vistas a través del pasado” que no tiene una relación con lo sincrónico y lo sucesivo, sino con la repetición y la suma de circunstancias desencajadas, relacionadas de forma aparentemente arbitraria por quienes tratan de otorgarles un sentido que no logran encontrar.  Lo nuevo es apenas redundante, se diluye en su propia acumulación: las veces que uno ha dicho te amo a distintas personas, la promesa hecha en un instante solemne y único compartido con alguien, se comparte luego con otros, la misma promesa dicha y olvidada por uno mismo la repiten tiempo después los labios de otro que habrá de romperla, olvidarla, cumplirla en su caducidad inevitable. Un número incontable de personas repiten el gesto de complacer, el gesto de entregar algo que nunca es recibido y se descubre por eso insuficiente, insatisfecho, ajeno. La calle vacía es siempre la misma, siempre distinta.

Algo en la posibilidad del encuentro se cae en el silencio, en la vergüenza o la certeza de un cambio imposible: lo que pudo haber sido dicho, pero de ser mencionado perdería sentido. Los personajes de Barrientos fueron “jóvenes y le tenían miedo a cosas distintas, descubrirlo en los momentos de debilidad, cuando la intimidad se volvía difícil, los hacía sentir muy solos”. En los textos de Diario los lugares íntimos son los más públicos, la complicidad está precisamente en la conversación trivial,  el encuentro (fortuito o planificado) de dos personas en un lugar cualquiera. En los baños que comparten (recurrentes en las narraciones de este libro) los hombres no se miran, no se hablan, no se conocen a pesar de estar viviendo en común una de las acciones más escondidas y solitarias del hombre. Estos encuentros, las confesiones casuales entre desconocidos, el instante en el que se muestra lo más íntimo es a alguien que no lo puede ver y se le entrega, tal vez, precisamente por eso. Acaso la unión más profunda, a la que más recurren los instantes de melancolía, es la de evidente distancia entre dos personas que se abrazan. Los encuentros se dan invariablemente en la soledad: alguien mira dormir a otra persona, la escucha cantar a escondidas,  “quisiera que haya más de esos momentos, espacios sin amenazas, complicidades inofensivas. Esas cosas las irá  perdiendo paulatinamente, lo sabe, lo sospecha. Provocar esos momentos le resultará cada vez más difícil.”
Otro lugar recurrente en los textos es la carretera. Un lugar que siempre va hacia algún lugar y siempre puede ir más lejos, ir hacia quién sabe dónde, volver quién sabe de qué. “La condición de puntos de tránsito, de estar en medio de dos distancias. La comunión entre extraños. La estética del nomadismo”.  Algo en esa mirada solitaria expulsa y necesita del otro para hacerse presente. Se precisa compañía para establecer el abandono, la distancia necesita de dos puntos y un recorrido infranqueable. No existe aquí la traición arltiana, desdén, trasgresión. No hay sorpresa, no se destruye lo que no existió en primera instancia. Se abandona apenas, se deja caer sin arrojarlo.  “¿Por qué dejamos de vivir con las personas imprescindibles? ¿Por qué nos estamos yendo de todos los lugares de nuestra vida?” Algo tiene que pasar con el abandono continuo y sistemático, algo que no se logra comprender, que se oculta, que se escapa de todo intento de definición. Todos abandonando lugares que ya son otros.
Como las carreteras, los baños, las calles desiertas, casi todos los lugares en estos textos son lugares de paso. Las autopistas se detienen en hoteles, en bares, en pequeños pueblitos. Paradas momentáneas construyendo recuerdos aislados. Fotografías presentes en todo el texto: Verónica sola fotografiada por su esposo, un anciano escupiendo café, la madre de Esteban el momento en que quisiera conservarla, mirarla fuera de todo, registrarla. “Lagunas raras de la memoria” momentos felices, instantes que se van y quedan como imagen subjetiva. Recuerdos voluntarios escogidos entre tantos que no pueden desecharse, el terror a conservar los recuerdos equivocados, a construir la mirada propia con imágenes distorsionadas de una realidad de la que se quiere huir. Pasado ficticio, semantizado en esa imagen silenciosa robada a un tiempo que irremediablemente se hace pasado, se pierde para siempre.
Acaso esta necesidad de fotografía, repetición mecánica de lo único, esta aparición de la no ficción, tenga más relación de la que creemos con un amor infranqueablemente solitario: la melancolía que no permite el vacío entre dos personas, sino apenas el vacío sobre sí mismo, la persona y la imagen que mira, la realidad que no existe en lo inmediato, la memoria como único cenotafio. Porque si bien la memoria es expulsada por la foto que la anula, la línea de fuga es precisamente esa memoria: es la significación, el objeto que pertenece a la persona amada, el beso que precede esa foto, la inestabilidad de toda escritura, eso que está pasando y no se ve que la fotografía rasga en su repetición.
Esa imagen, esa memoria, construye “una soledad hecha a base de contactos pasajeros que van creando fantasmas, relaciones pasadas alimentadas por acumulaciones de mala suerte y frivolidad, idealizadas por errores y tozudez, promiscuidad y vulnerabilidad.” Más de un personaje al ver al otro se pregunta por todas las personas que han intentado en vano entrar en su vida. La repetición que en una instancia crea lenguaje, construye código, cuando se extrema es también la que lo destruye: si todo se repite (pensaba Kundera en la insoportable levedad del ser) adquiere una importancia tremenda, pero si se repite infinitamente, esta importancia se irá disipando, desdibujando, perdiendo el peso de la unicidad.
Lo definitivo entonces deja de ser, se autodestruye: la letra escrita es un tatuaje en la piel de un suicida, el escudo nacional que se seca y se pudre en un cuerpo muerto por sus propios medios, la constancia de que la imagen de un gran otro, de alguien que nos diga qué hacer, de una escritura concreta de lo real, se ha perdido para siempre; acaso uno de los signos generacionales que emergen de la caída estática y disgregada de este libro conformado de sutiles sensaciones de hallazgo y pérdida. No es casual que el último lugar de  confluencia sea un lugar inexistente, un lugar soñado y pleno: un desierto. El lugar de la muerte, de los muertos. El último lugar: el imaginario, el que traduce y deja que confluya la evidencia del vacío inabarcable, de la desolación, de la paz.

Al salir de este libro, que no se cierra, sino que se va expandiendo, algo es evidente: quien está de pie, en medio del desierto, es porque ha sobrevivido. Hay que caminar entonces, divagar, respirar profundo, dejar que nuestras huel

las en esa arena se desdibujen. Atisbar desde lo inasible un rastro en procura dudosa de que alguien lo siga, que se atreva a mirar a la intemperie, a seguir hacia cualquier parte, detenerse a tomar una fotografía que habrá de cambiar una mirada que observa todo desde un presente que no es otra cosa que un pasado voraz. Todas las cosas, el propio cuerpo, la memoria, esta letra escrita se disgregan, se deforman, se diluyen, van dejando de ser.
(publicado en editorialelcuervo.blogspot.com)

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