“todo lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad”
Angélica Lidell
Comienzo a leer el libro como comienzo todo: con desconfianza. Pienso: ¿escriben los albañiles sobre lo que significa ser albañil? ¿Los electricistas? ¿Los pintores (incluidos artistas plásticos)? ¿Los ingenieros crean estructuras que metaforicen su profundo amor por la ingeniería? Tal vez sí. Lo innegable: algo de histeria, de ego tenemos los que no podemos andar sin pensar en lo que somos, en lo que hacemos, en lo que quisiéramos estar siendo para nosotros, para los demás.

Recuerdo y reconozco en cada página el paso de una misma urgencia. Algo íntimo se filtra entonces desde la primera crónica leída. Con alivio confirmo la refutación del prólogo: nada de lo que leo me recuerda a un reality, la realidad está allí como siempre, en una ficción continua y compartida, una percepción ajena que se me presta y me adopta en este preciso trasnoche escapado del trabajo pendiente, del cansancio de la semana, de la ansiedad de estos domingos que son como adelantos de navidad.
Así descubro a Jimmy, al mismo tiempo tan copiado y tan auténtico en ese gesto al que toda adjetivación desvirtuaría; y algo más que una coincidencia me pianta un lagrimón al leer la de crónica de R.H. en extraña complicidad con la de M.B.: como si de pronto el que sale a caminar, al doblar una esquina, dejase la calle vacía que el otro quiere fotografiar. Con el cocodrilo de fondo, que si bien no es el de Peter Pan tiene un segundero que se escucha clarísimo (de aguas benianas, tal vez), voy avanzando a remo esquivando los restos de una casa que flota en pedacitos de memoria, me dejo llevar por la corriente y el cambio de matices, chapoteo en el agua rojiza de dos adolescentes de un río lejano, mirando siempre de lejos la violencia de personajes frenéticos y atípicos: ahí las malditas dinamiteras cantando postpunk cumbiero, el Mono (con navaja), un pirata de camino, una monja budista, un fundamentalista del proceso de cambio, una treintañera afecta a los martinis… finalmente naufrago hecha un nudo por dentro en ese silencio típico de los empecinados, el mismo en el que confluyen todos los libros, las sinfonías, las confesiones, las omisiones. Me quedo ahí, con la ñata al ras del agua, esperando acaso una mano salvadora, un timbre del teléfono, un mensaje, una respuesta, pero la tarde se me derrite encima dejándome como un Tántalo con comentarios que se caen de obvios pero no se dejan alcanzar.
Desafío mi falso castigo. Enciendo la lámpara con fuego robado. Escribo.
Conductas erráticas: la mudanza, el abandono, la reinvención, la intención, el otro que uno no pudo ser comparten un mismo sentido: algo nos muestra aquello que no ha sido, que no (se) es, algo que (se) está dejando de ser. Los padres envejecen, las casas nos sobreviven, la música cambia; queda la ausencia, la memoria, el espacio vacío de lo(s) que aquí estaba(n). Algo parece entonces dibujarse en la búsqueda de una posibilidad de permanencia, de existencia, de adopción que los autores pueden hacer sólo a través de su lenguaje.
La vida está en otra parte, es otra cosa, dirá Kundera: todo hombre siente añoranza por no haber podido vivir otras vidas más que esa única. Lo que trasluce de todas estas crónicas, estos motivos no enunciados más que como circunstancia, no es el sentido “mágico” de quien se refugia en la escritura para poder vivir todas esas otras vidas; sino, al contrario, el de la marcar huella de una errancia, reconocer que el asesinato lo cometen otros, que este crimen es otro, que quien se consume a través de las páginas no será otro cuerpo que el de el escritor, la escritura, la circunstancia siempre tardía y agonizante, que se comparte siempre en diferido.

No en vano cada texto es precedido y visitado por una fotografía, esa imagen que produce la muerte al querer conservar la vida a decir de Barthes, quien concibe la fotografía como una contingencia repetida que al mismo tiempo es viva e inexistente, real y pasada: detrás de su imagen sólo la muerte. Algo que ya no existe está aquí, no como un testimonio de lo que fue, no un registro, sino una existencia nueva, que tiene en sí misma a la realidad encapsulada, un tiempo distinto que es ahora, pero ahora sabiendo que todo ya ha sido. De ahí el vértigo, ante lo que no es una representación, de lo que se reconoce, de lo que nos expulsa, de lo que conocemos y ya no existe.
Algo así hay también en el gesto de Aristóteles expulsando a la escritura en defensa de la memoria, de la verdad, de lo reality del asunto. Toda intimidad, toda confesión, nos deja fuera, establece un vacío una distancia, otra vez Barthes: un contrarecuerdo. Como los sueños reconocidos por Pavese, el lector está a merced de esta realidad que re-ocurre en otro lugar del discurso. Como el escritor que la produce, no podrá escoger, se verá a merced de esta circunstancia real que da la ilusión de ser compartida.
Se hace evidente, irreversible: el vacío del encuentro no se llena, uno adopta una intimidad que siempre le será ajena, este desencuentro en tiempo y espacios al que la escritura al mismo tiempo remite y hace presente sólo se “resuelve” escribiendo, contando, preguntando, calmando lo que sólo generará un nuevo vacío, acaso el sentido mismo de la continuidad de una escritura amenazada de desaparecer, que decide irrumpir con su imagen patente en la vida de estos cronistas. Este inexistente no es pues, con precisión, una nostalgia ni un deseo. Es más bien ese paso de la escritura (por aquí pasó la pluma) en el devenir de las cosas que pasan a pesar de ella, atravesándola al mismo tiempo que se forman de ella en su inasible paso de clepsidra, sentido inicial de la escritura, pero también de la existencia en sí.
Algo hay de insuficiente en esta comprensión cuando una suelta el lápiz y cierra el libro sobre la alfombra doblada. Algo se pierde en la penumbra del círculo dibujado por la lámpara en el papel de este lunes que se hace cada vez más obvio. Algo quisiera decir sobre este libro. Algo que ya está escrito, ya está enviado, algo que me obliga a cambiar de rumbo, re(des)hacer el traslado, irme de aquí.
(publicado en editorialelcuervo.blogspot.com)
(publicado en editorialelcuervo.blogspot.com)
Creo que las críticas que recibió Conductas Erráticas en su momento fueron sutilezas de forma, dogmas personales sobre lo que es y no es ficción (si es que hay diferencias), sin abordar el contenido neto del libro, los textos en sí. Me parece interesante tu análisis y al mismo tiempo rescato el valor de este tipo de críticas y cuestionamientos ¿por qué escriben los que escriben? notable Barthes y su cámara, registro primero del tiempo. Creo la escritura funciona como algo similar: por aquí pasé. Suerte.
ResponderEliminar