Publicado por la editorial El Cuervo en 2012 y reeditada recientemente por Libros del K.O., este libro reúne 14 textos de Álex Ayala. “Español de nacimiento y boliviano de corazón”, Ayala ha publicado en varios periódicos, semanarios y revistas de Bolivia y otros países, gracias a lo cual ganado varios premios entre los que se encuentra el Premio Rey de España de Periodismo del 2011.
Si
pensamos que nueve años están plasmados en sus páginas (muchos de
los textos datan, por ejemplo, del 2008) se puede llegar a la
conclusión equivocada de estar ante relatos periodísticos
desactualizados. Sin embargo, al verse frente al libro, salta a la
vista la excepción que le da a la crónica su valor extra
periodístico, aquel que la ha puesto al lado de la historia, aunque
más cercana a la literatura, y que define primordialmente al
cronista no
como un historiador, ni un periodista —su oficio es
más antiguo que los géneros— sino como un registrador. La crónica
no tiene un tiempo, no tiene una duración, no termina en el
acontecimiento, sino que empieza en él: en lo inaudito de un
sobreviviente de guerras que vive de la selva en pleno siglo XXI, en
un saxofonista sin saxo, en un investigador pidiéndole ayuda a una
calavera en su escritorio, en un escritor que, entre la vida y el
alcohol, escoge en alcohol. Una crónica no muere en la noticia, lo
dice el propio autor “se suele convertir, si está bien hecha, en
un objeto coleccionable”.
El
cronista entonces no es un cazador de primicias, sino, como se
entendía en un principio, un coleccionista de historias reales, un
testigo. Un comunicador en el sentido más puro de la palabra. Tiene
mucho, también, de trovador, de cineasta. Captura las historias y
las transmite a través de sus imágenes más íntimas: en su
rigurosa verdad, las menos protagónicas.
A saber: Dios está en los detalles; diseminado en ellos, habrá de ser rescatado por los oídos, los ojos, el olfato de Ayala, para ser capturado en imágenes aparentemente intrascendentes. En cada una de estas imágenes es precisamente lo que no ocurre lo que imprime esa melancolía de lo fallido: es el hijo de la enfermera del Che incomodándose sin decir palabra mientras ella recita su letanía de memoria, son las mujeres viendo telenovelas cuando afuera se están matando en el Tinku de ese año, es la espalda de la Diseñadora Beatriz Canedo luego de apartar de sus labios el nombre del sastre Sillerico. Es lo que el adjetivo no alcanza, lo que magistralmente bordea el argumento de cada una de las crónicas en este libro.
En
sus textos, Ayala nos conduce de la mano hacia lo que ha visto sin
revelarlo nunca, como uno de esos maestros a los que siempre
estaremos agradecidos por no habernos enseñado nada. Dirá Salcedo:
“en sus manos la historia siempre va mucho más allá de la trama
que cuenta, porque él sabe encontrar su significado oculto”.
Significado que, de todas formas, permanece escondido a la luz de los
lectores, que hallarán o no una respuesta personal a ese misterio.
Esto,
contrario a lo esperable, no puede estar más alejado de la
imparcialidad. Los textos, si bien muestran hechos concretos, son
subjetivos en la medida en que no se trata de hechos abstractos, sino
de experiencias reales. “Siempre pienso que lo que me sorprende y
conmueve a mí, puede sorprender y conmover a los demás”, dice
Álex en una entrevista. Es capaz de reconocer, por ejemplo, más
allá de la historia del Che, a sus mercaderes, a quienes han vivido
en carne propia una historia que tiene menos que ver con las
revoluciones que con sus incapacidades, sus insuficiencias, sus
(in)consecuencias; detalles que no juzga por completo ni deja pasar
desapercibidos.
Y es que la mirada del cronista es su
camino, su recorrido. Ayala se traslada del medio de la selva a una
cárcel en Sucre, de los recovecos paceños al Vedado en la Habana. Y
desde ahí, con todo lo andado, puede imaginar a los presos de
Bolivia sentados a sus anchas en el Royal Albert Hall de Londres, o
comparar el “enjambre de cables” en el edificio del sastre
presidencial con los escaparates de Nueva York sin usar un tono
didáctico ni pretencioso; apenas fragmentos de una misma mirada.
“La consigna es: no aburrir, entretener, desengañar.” La
no-ficción tiene pues,
en primera instancia, la difícil quimera de decir la verdad.
(Publicado en la revista "Piedra de Agua" Nº3)
(Publicado en la revista "Piedra de Agua" Nº3)
No hay comentarios:
Publicar un comentario