15 abr 2021

Paisaje de una memoria en tránsito

Recibo, sorprendida, la invitación para presentar esta novela. Un par de amables y fugaces visitas conforman los pequeños eslabones sueltos de mi amistad con Christian, quien, de buenas a primeras, me regala la posibilidad de presentar un libro de una intimidad y una exposición que me ponen en situación de privilegio: darme el lujo de comentar un testimonio personal, el paso de una mirada por distintos matices de una vida, como todas, compleja e inabarcable. Como dice el libro desde sus primeras líneas: “unas memorias sistemáticamente ordenadas en un tiempo que no es parecido al tiempo real”.  

Entro entonces al engañoso terreno de una memoria, como todas, construida a partir de los fragmentos que elije para contar una historia propia.

Y es que “Paisaje” nos remite precisamente a eso: un collage de experiencias percibidas desde la visión de un narrador en búsqueda de autodefinirse: el sinuoso y difícil camino de construirse un ser a través de las herencias, las miradas y las fatalidades que le han tocado en suerte. El libro es una caja de recuerdos en la que poemas, canciones, referencias a libros, notas y desencuentros fortuitos forman una suerte de diccionario pop de la generación que casi compartimos, un catálogo de nuestros hábitos de consumo, cuando este consumo remite, ante todo, a una forma de reaccionar al mundo. 


Aceptando la invitación, al abrir esta caja de Pandora encontramos en un lugar protagónico a la música. Canciones heredadas que cargan como un perfume el peso de la muerte y su incidencia en la vida, que traducen los pensamientos de un muchacho que escucha inmóvil, como forma de evasión, canciones que gritaría para poder expresar aquello que se le enreda en los silencios. A lo largo del libro transcripciones enteras del acervo popular, que todos hemos escuchado más de una vez, se tornan en rituales, en explicaciones, en maneras de seguir, pues “Allá donde hay música hay esperanza”.  Y es que las canciones, como las palabras, son signos vacíos en los que se vierte la experiencia de quien las adopta. 


Otro elemento fundamental en la novela es la manera de enfrentar a la familia. La familia en tanto elemento constitutivo del propio ser, esa necesidad de formar parte de algo, de pertenecer a ese hogar que nunca termina de configurarse, en la búsqueda de lazos que van tejiendo ese ideal al que la realidad nunca responde; acaso una red de auxilio, un intento de redención a través de los otros. 

En esa búsqueda la relación con el padre es una exploración personal filosófica, psicológica e incluso ficcional a través de distintas lecturas, distintas respuestas al lugar que ocupa esa mirada definitoria y definitiva. “Quiero que mi papá lea mi tesis y la entienda. Que le guste y que se sienta orgulloso de mí.”En respuesta encuentra un padre sereno, seguro, sin demostraciones extremas, sin castigos ni premios, sin quejas ni sobresaltos: ese padre que él construye y para el que trata de ser suficiente cuando en realidad siempre lo ha sido. Y es que todos construímos un fantasma o un sino que tendemos a crear a partir de nuestros propios padres.

“A la que siempre tuve que demostrar mi valía era a mi madre. Era a ella a quien debía y aún debo justificar mi existencia”. Una vez más el filtro desde el que mira vida le revela una realidad que parece simplemente basarse en otros códigos. Una mamá pintada, desde su dura experiencia de filiación, casi Kafkiana: demandante y a la vez indiferente ante ese descargo imposible: “Finalmente, todo lo que hago no basta frente a lo que mi mamá dice que hizo por mí hasta ahora” y es que en ninguna circuntancia existe una forma de justificar ante los demás la propia existencia. 

El itinerario al que nos lleva “Paisaje” tiene mucho de fantasma, de imaginario, de inasible. El narrador, como un Sísifo, vuelve a subir la cuesta cada vez de una manera nueva. Procurando eximirse de una búsqueda estéril, deja de ser hijo cuando entiende que “un hombre es hijo solamente hasta que se enamora”. Pero el amor es otro terreno enfangado, plagado de actitudes absurdas, de situaciones inestables  donde se le hace imposible ocupar un lugar portagónico, pues exige el olvido de sí mismo; una suerte de sacrificio inútil explicado también por una cita ajena: “Todo lo que hay de especial en mí eres tú”. El abismo del otro y la imposibilidad de tener un lugar en ese universo insondable, pretender atravesarlo, habitarlo, ser parte de él, termina siendo precisamente el lugar donde se construye esta personalidad a la vez ansiosa y contemplativa. “Mi silencio no significa que la esté pasando bien o que esté enojado. Lo que pasa es que no puedo respirar”.


Pero en esta caja no encontramos solamente figuritas de desconsuelo. En medio están los gestos nimios, los aprendizajes, la música, el amor real, el de las tardes de mate y discos, el de los almuerzos familiares de domingo, el de los libros. Entre la marejada de experiencias el amor a la escritura y a la lectura pretende ocupar el lugar de la redención. Son incontables los títulos de novelas que se mencionan en los momentos más íntimos de su historia, y la manera de describir su propia familia es un poema de Chávez Casazola. Los eventos más solemnes trancriben las canciones más inesperadas. Una serie de citas para decir lo más único de su propio trayecto. Y es que, tal vez, en su afán por definirse, son justamente estos espacios los que exoneran a este personaje del espantoso deber de demostrar una identidad, quizás porque el olvido, el sentido, o la existencia dejan de ser patrimonio ajeno. Así, dentro de este complejo paisaje están el walkman y la máquina de escribir, el sentido a partir de canciones y palabras prestadas que de tan ajenas terminan siendo subjetivas. No es que se haya llegado a una conclusión. En este paisaje imparable, los recuerdos aparecen en modo random. Conviven las separaciones y los oscuros secretos familiares, los amores y las esperanzas develando los improbables nexos entre Gladys Moreno y Fito Páez, entre Isabel Pantoja, Pedro Aznar y Queen. Y así, podrían seguir eternamente sin arribar a una respuesta acaso inalcanzable. Sin embargo, la mirada lejana, esa que permite la memoria, da cuenta de un narrador que, aún desde la herida, encuentra su propia imagen en lo más foráneo, lo más íntimo, ese espacio que compartimos todos y a la vez nos hace únicos, ese que a veces nos presenta “la mejor versión posible de la felicidad”.

(Presentación del libro de Christian Jiménez, E1 ediciones, agosto 2020)

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